El hijo de Juan I de Portugal, Enrique el Navegante, decidió que Portugal tenía que explorar las zonas recónditas de África, después de su victoria en la batalla de Ceuta (1415). A partir de entonces, y bajo su dirección, se iniciaron una serie de viajes de exploración, que culminaron con la circunnavegación del continente africano y el posterior establecimiento Jorge da Mina (Elmina, actualmente en Ghana) en el año 1482. En este lugar se comerciaba con los indígenas a cambio de esclavos, oro, marfil y especias. Desde este punto se entrará más tarde en contacto con el antiguo reino de Benin.
En ese mismo año, Diego Cao llegó al estuario del río Congo (República Democrática del Congo) y remontando el curso alcanzó la capital del reino de los bakongo, Mbanza. El explorador portugués quedó sorprendido de la organización de ese estado, con el cual estableció rápidamente excelentes relaciones comerciales que beneficiaron a ambas partes. Fue tal el entendimiento, que el monarca bakongo se convirtió al cristianismo en 1491 y, con él, muchos de sus seguidores. Desafortunadamente, esta cordialidad duró poco por la codicia portuguesa, y acabó en una guerra que destruyó el estado bakongo y propició que los kongoleses volvieran a su religión tradicional.
Así pues, vemos que a partir de las primeras incursiones portuguesas en África, el contacto europeo traerá consigo una profunda transformación de muchos aspectos de la vida social, cotidiana, religiosa, comercial y artística de los africanos. En este sentido, la influencia europea y cristiana en la zona de bakongo hizo que se adaptaran muchos de los antiguos objetos rituales, adquiriendo un nuevo sentido religioso. Como ejemplo podríamos mencionar el crucifijo, el cual adoptó formas artísticas africanas, y que, con la vuelta a los ritos ancestrales, obtuvo un sentido de fetiche.
Fue en estas condiciones en las que, a partir del siglo XVI, el término fetisso, derivado del portugués feitiço, y que daría lugar a nuestro actual «fetiche», para nombrar a efigies y objetos supuestamente adorados por los nativos y con poderes mágicos. Asociado en principio con las ideas medievales en torno a la brujería y el control de la sexualidad femenina, el término acabó convirtiéndose en una palabra genérica para designar un tipo particular de objetos. La mayor parte de los objetos africanos llamados fetiches presentes en los museos fueron coleccionados entre 1870 y 1920. Los grupos de la cultura bakongo (oeste de la Republica Democrática del Congo) los denominan minkisi (plural) o nkisi (singular).
Las efigies de ese tipo, algunas realmente impresionantes, tenían como finalidad originariamente el ejercicio de algún tipo de poder (curación, castigo, adivinación, control social…), pero ese poder no podía ejercerse sin los materiales que lo activan y las personas que saben cómo usarlo.
Por una parte, el nkisi no es autónomo (la idea de sus propiedades mágicas es absolutamente simplista). Y por otra, tampoco representa ningún ser o entidad no material. Es como un dispositivo, un desencadenante de una serie de operaciones que van más allá de la efigie y requieren la incorporación de otros elementos: espejos, cristales, clavos, cabellos, ungüentos, sangre sacrificial. La diferencia entre éstos y las figuras de antepasados no es formal sino más bien funcional. Algunos son fácilmente reconocibles porque llevan clavos y un relicario en el ombligo (parte del cuerpo que se relaciona al origen de la vida y fuente de energía).
Su poder dependía, además, de las reglas de abstinencia sexual y alimenticia que imponía a su propietario y a quienes se convertían en sus clientes. Si esas reglas se rompían, el nkisi quedaba profanado y volvía al estatus de un objeto inservible hasta que hubiera sido reconstituido con los rituales necesarios.
Algunos autores han querido ver en estos objetos la influencia que tuvieron los bakongo durante el período de dominación portugués, ya que creen que se inspirarían en las imágenes de santos y mártires cristianos para la realización de dichas piezas.
Estatua del rey N’Soyo. El realismo de esta escultura angoleña manifiesta el posado orgulloso del soberano, sentado en un pedestal manteniendo una mirada soberbia al frente. El posterior empobrecimiento de su reinado se debió al comercio de esclavos que fomentaron los primeros portugueses que desembarcaron en el estuario del río Congo en 1482.