Arte clásico y erotismo

Eros entre hombres

Muchas son las imágenes en el mundo clásico que nos acercan al erotismo entre hombres. Fijémonos en dos, una griega, el medallón de una copa de figuras rojas [41] donde un hombre adulto se aproxima a un jovencito, y otra romana, la copa Warren [42], un magnífico vaso de plata con la representación de una relación homosexual explícita.
En la primera imagen, de principios del siglo V a. C., un hombre adulto y barbado, desnudo e itifálico, sujeta a un jovencito, casi un niño, entre sus piernas, mientras le toca. El joven responde amablemente acariciando la nuca de su compañero. Tras el hombre, el erastés o amante, hay un bastón, signo de su edad, y el recado de un atleta, aríbalo, esponja y estrígile. El niño, el país, mientras acaricia al erastés con una mano sujeta con la otra el regalo que acaba de aceptar de él, una liebre viva atrapada en una red. No hay muebles y los elementos de la imagen sugieren el ambiente atlético de la palestra y el de la caza menor.
La segunda imagen, la cara anterior de una copa de plata de la época de Augusto, nos sigue representando el mismo tipo de pareja, el adulto barbado y el joven imberbe, pero el ambiente es muy diferente y la escena mucho más escabrosa. Bajo los amantes acoplados hay cojines y telas, una lira a la izquierda, y, a la derecha, una puerta entreabierta por la que asoma la curiosa cabecita de un joven esclavo. El escenario ahora es un cómodo lecho en una habitación con referencias a la música del banquete y la morbosa presencia del mirón, frecuente en muchas escenas eróticas romanas.
Nos encontramos con dos formas de tratar visualmente el mismo tipo de relación. Hay similitudes y diferencias. ¿Qué significan? ¿Son estas imágenes representativas de la cultura a la que pertenecen? Contestaré a la segunda pregunta con un sí y un no. Sí, porque la homosexualidad masculina en Grecia está ligada a los ambientes atléticos e iniciáticos y porque en la Roma de Augusto las relaciones entre hombres y el concepto de simposio se veían de forma consciente como procedentes de una moda helenizante. No, porque los dos ejemplos son casos aislados y muy poco frecuentes. En el vaso griego, por la respuesta afectuosa del muchacho, y en el romano, porque las escenas eróticas en vasos de lujo, como la cerámica aretina o estos vasos de plata, suelen ser heterosexuales y una imagen como ésta, tan explícita, de relación homosexual era algo muy inusual.
La idea del amor entre hombres es griega. Pero en contra del tópico del homosexual afeminado, entre los griegos los que amaban a un hombre eran los más viriles por naturaleza, y era precisamente su virilidad, su andreia, lo que les hacía buscar lo semejante. Dover lo expresa de forma contundente: un griego que comentara a sus amigos «estoy enamorado» esperaría de su audiencia que entendiera que el objeto de su amor era un jovencito y que deseaba más que cualquier otra cosa eyacular in or on el cuerpo de su amigo.
El estímulo visual de la belleza de un joven y las cualidades admirables de un adulto son las que impulsan el deseo erótico entre dos amantes. Más que de homosexualidad en Grecia se ha hablado de seudo homosexualidad, ya que en el hombre griego coexisten el deseo de un jovencito con el deseo de una mujer. Y la relación establecida entre hombres, deseable e incluso honorable, es aquella que tiene como protagonistas a un adulto y un adolescente. Un muchacho es deseable hasta que le sale la barba: «Sí, te saldrá la barba, que es el último, el peor de los males, sabrás lo que es la escasez de amigos», y su cuerpo se llena de pelo: «Ni siquiera "buenos días". Pero uno dice:"¿Damón el hermoso ya no dice ni siquiera 'buenos días'?". Ah, pero el tiempo se encargará de castigarlo: todo lleno de pelos dirá "buenos días" y no tendrá respuesta».
Pero ¿a partir de qué edad eran lícitas las relaciones con jovencitos? «Un encantador muchachito, hijo de rni vecino, me excita y no poco. Sonríe como queriendo cosas que no desconoce. Tiene apenas doce años. Ahora nadie vigila los racimos aún inmaduros.» Un niño de doce años se considera inmaduro pero ya despierta el deseo de Estratón. Él mismo nos hace una relación de las mejores edades para ser amado: «Disfruto las flores de uno de doce; si son trece los años, más fuerte deseo siento; el que tiene catorce destila delicias de amor más fuertes, más gusto el que está en el tercer lustro; los dieciséis son años divinos: no sólo yo busco el año decimoséptimo, sino Zeus. Para el que anhela un amante más viejo se acaba la broma: lo que busca está respondiendo dándose la vuelta».
Las cualidades del éramenos, del efebo, son su belleza y su virtud. El joven ha de preocuparse por su reputación, no debe resultar fácil y no debe ceder sin ofrecer una cierta resistencia, y, desde luego, no se espera de él una participación activa. Las mujeres pertenecen a lo pasivo y el muchacho que es un no-hombre también. Los niños tenían que comportarse con corrección y decencia, en caso contrario podían recibir «una buena tunda de golpes», como nos dice Aristófanes en las Nubes. El Argumento Justo evoca cómo era la educación a la antigua: «Sentados en casa del maestro de gimnasia, los chicos tenían que extender sus muslos hacia delante, a fin de no mostrar a los de fuera nada indecente y después, al levantarse de nuevo, alisar la arena y procurar no dejar a sus enamorados ninguna huella de sus atributos». El niño que se aleja con el falo semi erecto en un vaso de Eufronios [43] tiene bien ganada la amenaza de la zapatilla del maestro.
La erótica entre hombres se concibe como un combate entre el que corteja y el que es cortejado, entre el erastés y el éramenos, siguiendo los términos de Dover. Es una relación que no deja de ser problemática e insatisfactoria. Se desea al éramenos, se puede llegar a amarle apasionadamente como el Critóbulo del Banquete de Jenofonte, un hombre recién casado que habla así de su amigo: «de noche no duermo porque no lo veo. De día, la cosa más hermosa que me puede suceder es verlo. Le daría todo lo que poseo voluntariamente y sin ningún sacrificio; si quisiese, sería su esclavo, por él me arrojaría incluso al fuego». No estaba mal vista ni desde luego se consideraba adulterio la relación de un hombre con otro. Adulterio sólo lo cometían las mujeres o los hombres que mantenían relación con una casada. Pero esta asimetría de papeles afectaba también a la relación homosexual. Las normas sociales sancionaban una relación entre dos varones adultos. Una vez que el hermoso joven se ha cubierto de nocturno vello debe ser abandonado: «apagóse Nicandro, al que igual que a los dioses en tiempos juzgábamos; voló la flor de su figura y ni un resto de gracia hay en él. No seáis demasiado altivos, muchachos; luego viene el vello». Y algún amante, como Estratón, tiene que tranquilizar a su joven éramenos prometiéndole una relación más duradera: «Aunque un bozo rizado tus mejillas cubra, y bucles dorados te sombreen las sienes, no te dejaré, querido mío; que tu belleza es mía a pesar de la barba naciente y de los pelos».
Dentro de las relaciones sexuales entre adultos, la sociedad no sancionaba a los dos, sólo a aquel que adoptaba el papel pasivo, femenino; uno de los dos era el vicioso, el indigno, el ridículo. En la comedia aristofánica son llamados europroktoi, culos alargados, o más frecuentemente katapygones, derivado de pyge, «trasero». Había gestos que acompañaban las palabras, el más conocido es el de mantener el puño cerrado y levantar hacia arriba el dedo corazón o áigitus impudicus. Estos personajes dan mucho juego en el argumento cómico, hombres maduros depilados, con el pelo largo y rizado, e incluso travestidos como el Agatón que presenta Aristófanes en Las Tesmoforias, que lleva espada y lira, pero también un espejo y sostén. Sin embargo, nadie ridiculiza a Eurípides por su relación con Agatón, pues él sigue adoptando el papel activo que corresponde a su sexo. En el juicio social de la Grecia clásica lo que compromete a los ojos de todos es trastocar el rol que le corresponde por naturaleza al hombre, no el hecho de que su partenaire sexual sea una mujer, un adolescente o un adulto. El homosexual pasivo, el katapygon, se «hace mujer» mientras que el activo no sólo sigue siendo un hombre sino que incluso era considerado como ejemplo de auténtica virilidad.
El juicio social se endurece en el caso de los pornoi, los prostitutos. Un hombre acusado de hetairesis, de prostitución, era totalmente apartado de la vida pública y, en caso de desobedecer, el castigo podía ser la muerte, tal como nos informa Esquines en el discurso Contra Timarco, al que acusa de este delito. La imagen de un vaso de figuras rojas es la única que se ha identificado con un prostíbulo masculino [44]. Un hombre barbado está de pie, coronado aún con las cintas del simposiasta como si saliera de un banquete; tras él la representación de una puerta nos sitúa la escena en un interior. Este personaje, tal vez el dueño del burdel, observa a una pareja que va a tener un encuentro sexual claramente explícito. Dos rasgos conviene destacar: en primer lugar, los amantes se aproximan de frente, las miradas se encuentran, es una relación entre iguales y, en segundo lugar, no se percibe diferencia de edad entre ambos. ¿Quién es el joven, quién el adulto? Esta escena es totalmente inusual. Tal vez el único caso en Grecia en que se nos muestra tan crudamente la relación homosexual. A lo que sí nos ha acostumbrado a ver la pintura de vasos es el cortejo homosexual, mucho más frecuente que el heterosexual. Se repite una y otra vez el mismo esquema. Los hombres se aproximan de frente el uno al otro, la excitación sexual es evidente, pero nunca se muestra la penetración. Lo más explícito que se atreven a visualizar las imágenes es el sexo intercrural, como en la pareja central de un ánfora de figuras negras [45]: «¡hala, amigo, bríndame tus muslos esbeltos!», podría haber dicho, como Anacreonte, el hombre adulto cuya mayor altura le obliga a agacharse para alcanzar entre los muslos a su imberbe compañero, un joven de unos dieciocho o veinte años, ya que en época arcaica, en la época de los vasos de figuras negras, la diferencia de edad entre los amantes es menor que en época clásica. Con el tiempo, el joven-pasivo se irá convirtiendo en las imágenes griegas en un niño de apenas doce o catorce años, como en un vaso de figuras negras tardías [46], que repite un esquema iconográfico tradicional al que Beazley denominó up and down: el erastés dirige una mano hacia el rostro del amado y la otra hacia sus genitales. En un ánfora más antigua, de mediados del siglo VI a. C., encontramos otra vez este esquema de mano arriba y mano abajo [47]. Es una escena de seducción del efebo al que se han aproximado tres erastai; el de la derecha lleva un trofeo de caza, un cervatillo, el regalo erótico con el que espera ganarse la atención del bello joven de cabello largo. La imagen que decora el hombro de este vaso, una escena de lucha cuerpo a cuerpo, nos sitúa en uno de los ambientes privilegiados de la relación homoerótica: la aristocrática palestra.
En el ánfora de figuras negras con la relación intercrural [45], otras dos parejas se hallan en una fase menos avanzada de la seducción. En ambos casos, el muchacho joven que aún no se ha cortado el cabello porque no ha llegado a la edad adulta recibe el regalo de un gallo. Mientras que el éramenos de la izquierda parece ser un caso más difícil, el de la derecha ya está en disposición de aceptar a su erastés, pero ¡cuidado!, un excitado adversario se aproxima al joven por detrás.
Ciervos, gallos, liebres, piernas de cordero; éstos son los regalos de seducción en la Grecia antigua. La presencia de estos animales, vivos o muertos, connota de erotismo las imágenes. Cuando Zeus persigue al hermoso Ganimedes [48] se ve obligado a usar la fuerza con ambos brazos, para lo que ha tenido que abandonar su cetro y su haz de rayos en el suelo. El joven, cuyos belíos cabellos ondulados caen por sus hombros, lleva un gallo vivo, señal del regalo aceptado y premonición tal vez de la satisfacción del deseo del dios.
En un vaso de figuras rojas de finales del siglo VI a. C. [49] encontramos de nuevo las distintas fases de la seducción. El amante, para seducir a su amigo, ha de mimarlo, cortejarlo, convencerlo, ofrecerle regalos. A la izquierda, un adulto apoyado en su bastón, totalmente envuelto en un manto transparente, aparece cabizbajo y abatido. Se ha quedado solo. Frente a él, dos parejas más afortunadas se hallan en distintos momentos del cortejo. El erastés del centro intenta seducir a un país, a un niño cuya cabeza acaricia mientras éste le entrega algo, tal vez una manzana. Aproximadamente en la misma época escribe el poeta Teognis: «Oh, joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni atractivo para tu corazón. Ea, pues, haz por comprender mi proposición; al fin y al cabo no estás forzado a hacer lo que no desees». La pareja de la derecha ya no necesita hablar. El erastés acaricia los genitales del niño y consigue de él un beso. El país viene del gimnasio, desnudo y descalzo, con un simple himation sobre su cabeza, y sujeta aún el aríbalo que cuelga de su mano atado con cintas de cuero. Este Frasquito contenía el aceite perfumado con el que los atletas se untaban el cuerpo antes del ejercicio. Del fondo ideal cuelga dos veces el «kit» necesario del gimnasta, de nuevo el aríbalo, la estrígile, que es una especie de palo curvado y cóncavo de bronce que servía para retirar el aceite, el sudor y el polvo tras el ejercicio, y la esponja para la limpieza final.

 

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