Arte clásico y erotismo

Introducción

Es Venus quien, gracias a un soplo sutil, penetra en la sangre y en el alma, ejerciendo sobre la creación su misterioso poder. A través de los cielos, de la tierra, del mar, ella, soberana, abre sendas que no deja de impregnar de germen vital y, siguiendo su mandato, el mundo se dispone a engendrar.
Amor, invencible amor, que ocultas la vigilia en la suave mejilla de una joven, tú vagas sobre el mar y sobre los hogares, nadie puede escapar de ti, ni hombre ni dios, y el que te tiene es poseído por la locura.
Se sospecha que, entre las muchas aportaciones que han hecho los griegos a Occidente, no se ha de incluir la de su comportamiento erótico, si bien a través de los siglos la tradición ha perpetuado algunos de sus tópicos sobre la naturaleza femenina y ciertas creencias de los médicos hipocráticos, que nos han transmitido el sabor antiguo de supersticiones acerca del comportamiento psíquico y físico del hecho sexual.
En el mundo clásico el poder de Venus o Afrodita es una fuerza de la naturaleza, de la physis, que atrapa por igual a todos los seres vivos condenados a reproducirse. Otra fuerza invencible es la de su hijo Eros. La belleza en forma de mujer y de adolescente, los sujetos de deseo erótico para griegos y romanos. El sexo reproductivo, necesario para la continuidad de la especie, queda bajo la protección de una diosa, y el sexo «social», tal y como nos muestran las imágenes, lo propicia un jovencito alado en época clásica: Eros, al que acompañan a veces otros démones alados, adolescentes como él, Hímeros, el Deseo, o Póthos, la Pasión.
Los griegos distinguían entre dos tipos de sexualidad: la de reproducción y la de recreación. La primera, el sexo conyugal, de «trabajo», se encerraba dentro del oikos, del hogar; era una obligación del ciudadano, que debía garantizar a la ciudad una población estable, y un derecho de la esposa legítima que llegan a regular las leyes, como las de Solón, el legislador ateniense: el marido ha de cumplir un mínimo de tres veces al mes con su mujer. La segunda es el sexo por placer. Éste se encuentra siempre fuera de casa y lo proporcionan heteras, prostitutas, esclavos, jovencitos o concubinas. Así, Demóstenes es razonable al afirmar que «tenemos a las cortesanas para el placer... y a las esposas para tener una descendencia legítima y una guardiana fiel del hogar». Al arte sólo le interesa sugerir el placer del erotismo social, de lo que algunos han llamado la polisexualidad griega (el hombre puede amar simultáneamente a una mujer, o a varias, y a un muchacho, o a varios), algo muy humano para ellos y muy griego para nosotros.
En esta parte del sitio abordaremos una exploración de las imágenes. No pretenda el lector encontrar aquí un ensayo sobre las costumbres sexuales de griegos y romanos. El objetivo es analizar la cultura visual, la estética de la sexualidad, el arte erótico que tiene su propio juicio, su propio código y su propio pensamiento. Nos encontramos ante una doble dificultad. La primera, colocarnos como espectadores de imágenes muy ajenas a nuestra propia forma de pensar que nos engañan con su aparente proximidad cultural y similitud visual, pero de las que nos separan más de dos mil años y el dogma cristiano; y la segunda, desentrañar el sentido interno de este arte erótico y la necesidad que construye su pensamiento figurativo.
El primer engaño en el que nos podrían hacer caer estas imágenes es el de creer que son el resultado de una visión desinhibida, inocente y lúdica de la práctica sexual. En un mundo donde no existe la noción de pecado y de culpa, donde sexo y deseo erótico forman parte de la naturaleza, donde se podían contemplar cada día los brillantes cuerpos desnudos de los muchachos en la palestra, donde un hombre podía disfrutar de una mujer o de un jovencito con el consentimiento social, donde se vendían vasos de perfume con forma de falo [1], o copas de vino con estimulantes escenas eróticas, a veces de gran crudeza, en un mundo, en fin, que había inventado el desnudo público, podríamos considerar que se disfrutaba del sexo de una manera libre y espontánea, sin coacciones, sin miedo, un sexo inocente, un erotismo lúdico. Cuando vayamos viendo, cotejando, interrogando y descifrando las imágenes de Grecia y Roma, iremos descubriendo las prohibiciones, las transgresiones, las normas que construyen la experiencia visual erótica de la Antigüedad, y el visitante paciente irá acercándose a la construcción del pensamiento figurativo y a los significados a veces simplemente lúdicos [2], veces confusos y muchas otras múltiples y complejos, del erotismo en el mundo clásico.
El segundo riesgo, frecuente en la bibliografía (y en muchos museos), sería caer en alguna forma de juicio moral o en la censura, que forman parte de nuestras categorías culturales. Funesto sería el resultado de un estudio tan sesgado. El erotismo del mundo clásico difiere a veces, y mucho, del pensamiento actual.
Tal vez algunos hallen poco apropiado el siguiente comentario hecho por el padre de la filosofía, Sócrates, al contemplar el hermoso cuerpo del joven Cármides:«... todos los que estaban en la palestra nos cerraban en círculo, entonces, noble amigo, intuí lo que había dentro del manto y me sentí arder y estaba como fuera de mí...».
Tal vez algunas imágenes nos resulten difíciles de entender, como la que un panadero de Pompeya decide colocar sobre su horno: un falo erecto con la inscripción Hic habitat Felicitas [3].
Tal vez algunos esperen que las imágenes nos devuelvan la misma idea que, sobre el erotismo, nos han transmitido los textos de filósofos o de poetas.
Pero hay que observar que para los griegos era más bello amar a un muchacho que a una mujer, que el falo erecto era un frecuentísimo amuleto protector en Grecia y Roma y que las imágenes no eran una iluminación de los textos, pues no encontraremos nunca escenas de lesbianismo que acompañen a la poesía de Safo, como no encontraremos, al menos en Grecia, escenas eróticas en las que participen los dioses como las que describía en la Ilíada o en la Odisea el mismo Homero.

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