Arte clásico y erotismo

La incontinencia de los sátiros y la mesura de Dioniso

La diversión, el humor y el juego forman parte del comportamiento erótico cotidiano de algunos seres animalizados, que parecen vivir una vida feliz y despreocupada. Representan el sexo instintivo, brutal, caprichoso e ingobernable. Los griegos, y más tarde los romanos, concibieron unos personajes cuya incontinencia sexual los domina, mitad hombre, mitad animal, seres inconscientes a veces de su parte humana, pero humanamente religiosos otras. Son los sátiros, los sueños, los faunos. Sus cuerpos se construyen añadiendo al cuerpo de un varón partes del cuerpo de un caballo o de una cabra. Los sátiros, por ejemplo, el ser con más éxito en el imaginario clásico, tienen cola y orejas equinas y una horrorosa nariz chata, a veces aún más afeados por la calvicie o un vientre abultado. Sus largas barbas descuidadas, que comparten con Dioniso, los distinguen también de los hombres. Más tarde, a partir del siglo IV a. C., los sátiros se transforman en jóvenes imberbes y, en la época imperial romana, tienden más a lo bestial; son los sueños, seres con la mitad inferior de animal, que el arte griego había explorado a principios del siglo VI a. C., en el vaso Francois por ejemplo, y que luego prefirieron abandonar por los más humanizados sátiros.
Ambos, sátiros y sueños, son unos monstruos insaciables, fabricados a fuerza de superlativos. Sus enormes y permanentes talos erectos se llegan a convertir en una parte imprescindible de su anatomía [5]. Con ellos en la mano, persiguen a ménades, mujeres (despiertas o dormidas), ninfas o diosas; también sirven para sodomizar a otro sátiro o como percha ideal para colgar objetos, como por ejemplo la funda de la flauta que están tocando. Su apetito sexual, que a veces se enfatiza con sus nombres (Peón, Posthon, Stuon, Phlebodokos), no tiene límites, aunque nunca sienten inclinación hacia los muchachos. Son el contramodelo de lo humano, la alteridad del hombre civilizado y urbano, y su lugar está, como el de otros seres de la otredad, fuera del espacio y del tiempo de la ciudad, en el campo o en la fiesta.
En un famoso psykter (un sofisticado vaso que se introducía en la crátera para enfriar el vino) de Douris en el British Museum [29] , los sátiros juegan, se masturban, hacen equilibrios imposibles con su quinto miembro, como el del centro que balancea un kántharos (el vaso de Dioniso) en la punta de su pene mientras sus compañeros, irónicamente infibulados, lo llenan cada vez más de vino. ¿Cuánto tiempo aguantará? Son como niños juguetones, y su juguete favorito es su falo. En una copa del círculo de Nicóstenes de finales del siglo VI a. C. [30], un sátiro hace una felación a otro, el siguiente sodomiza a su compañero en una acrobática postura, y el último, que se ha quedado solo, no duda en acercarse a una de las hieráticas y sordas esfinges que, ajenas a la algarabía, rematan la escena en los extremos. Esta juerga tiene lugar bajo una parra, la planta del dios, de la que brotan enormes y milagrosos pámpanos. En sus juegos sexuales los sátiros no adoptan posturas honestas ni gestos humanos, sino posturas inferiores, propias de los esclavos que no tienen acceso a las mujeres. Se les representa agachados, de rodillas, en cuclillas, escondidos, haciendo el pino o masturbándose en cualquier sitio, por ejemplo, bajo las asas de las copas.
La misma afición sin mesura que sienten por las mujeres la sienten por el vino; son incapaces de controlarse, como los centauros. Su desmesura extraviada lo deforma todo; por eso de su impulso erótico sólo son víctimas las mujeres, no los hombres, y beben el vino deliberadamente puro, sin mezcla. El resultado es una embriaguez que conduce a la locura. Los sátiros son unos seres tarados, pero su tara ha de entenderse dentro de un sistema moral; son los vicios típicos, los pecados capitales de la ética ateniense, bajeza de carácter, actitudes innobles, falta de hombría, cobardía, fealdad, irrespetuosidad, desmesura...
Los griegos imaginaron y representaron a los sátiros no sólo en contextos sexuales o dionisíacos, sino vestidos como honrados ciudadanos con sus himatia, haciendo libaciones e incluso yendo a la guerra. Así, en un vaso pintado por Smikros [31], un sátiro aparece armado de escudo y lanza, muy dispuesto, como cualquier otro ciudadano, a plantar cara al enemigo. Pero el pintor juega con paradojas. Aquí nuestro guerrero lleva un palo ondulado rematado en punta de lanza, más un bastón que un arma, y mira hacia arriba como si estuviera bajo los efectos del vino y de la música, con el gesto propio de los hombres que cantan en los banquetes. Su escudo no es el del hoplita, soldado de infantería ateniense, sino el pelta propio de bárbaros como tracios o escitas, y además la inscripción del vaso con la firma del pintor Smikros egraphsen invita al ojo espectador a seguir la eyaculación de palabras que brotan de su gran falo erecto.
Por muy civilizados que quieran parecer, la bestial anatomía de los sátiros los delata, no hay confusión. Su instinto sexual desmesurado no tiene nada que ver ni con Eros ni con Afrodita. Durante el siglo VI y gran parte del V a. C., Eros no aparece jamás en la esfera de los sátiros. El cambio comienza a producirse a finales del siglo V a. C., cuando aparecen las representaciones de Dioniso acompañado por erotes y sátiros, iniciando así el camino que continuará en el helenismo y en el mundo romano, que gusta de representar el triunfo de Dioniso-Baco junto a sátiros y erotes a partes iguales. Este cambio, la inclusión de Eros junto a Dioniso y Ariadna, connota el amor heterosexual que parece empezar a reivindicarse a finales del siglo V a. C., frente a la presencia del dios alado en los contextos homosexuales propios del arcaísmo y principios del clasicismo en Grecia.
A las compañeras de los sátiros, las ménades o bacantes, se las imagina como simples mujeres. No es necesario, para convertir lo femenino en contramodelo, transformarlo; la mujer ya es por naturaleza alteridad. Los sátiros, acompañados de ménades, conforman las imágenes más abundantes de los vasos griegos, y llegarán a convertirse en época romana en un recurso recurrente en la decoración de, por ejemplo, sarcófagos. En las imágenes, las ménades se caracterizan por llevar el tirso dionisíaco, una especie de palo rematado en pina rodeada de hiedra, una de las plantas del dios, y la nébrida, una piel moteada que las relaciona con lo salvaje y lo agreste. A veces llevan los cabellos sueltos, a diferencia de las mujeres honradas que suelen representarse con el pelo recogido o convenientemente oculto tras un casto tocado, el sakkós. Las compañeras de los sátiros bailan o tocan instrumentos musicales como crótalos o tímpanos, a veces copulan (sobre todo en época arcaica), y las más de las veces son perseguidas, raptadas o sorprendidas por sus compañeros en permanente estado de erección. Al decoro propio de lo femenino no son ajenas las ménades en sus representaciones visuales. Casi siempre vestidas, contraponen sus cuerpos cubiertos al desnudo masculino de los sátiros y se resisten a ellos. En las imágenes las mujeres aparecen como algo vulnerable, que se ataca, que se persigue, que se rapta, lo cual forma parte de ellas mismas y de la propia esencia femenina en el pensamiento griego.
Cerca de ellos está siempre Dioniso. Ménades y sátiros son su cortejo o thiasos. Un dios tan extraño que los griegos de la época clásica lo hacían aparecer como extranjero, como una adquisición más o menos reciente del panteón griego, cuando lo cierto es que su nombre ya aparece en las tablillas micénicas de Lineal B, siete u ocho siglos antes de que se representaran en Atenas las Bacantes de Eurípides. Dioniso es uno de los dioses más antiguos, más complejos e inquietantes del panteón clásico.
La presencia dionisíaca es mucho más evidente en la cultura visual de los griegos que en los textos conservados. En las frecuentes imágenes de Dioniso y su thiasos, en los vasos áticos de figuras negras y rojas, el dios aparece solo o rodeado de sátiros y mujeres. Ante él la incontinencia de su séquito y su apetito sexual desaparecen. Las ménades no suelen retorcer sus cuerpos en los bailes extáticos y el thiasos marcha en procesión, atiende al dios, o participa en actos rituales como libaciones. Si Dioniso está ausente, ménades y sátiros se entregan a bailes desenfrenados, a veces al sexo, al consumo desmesurado de vino, en una búsqueda religiosa, la de la posesión divina, que sólo el entusiasmo, en el sentido original del término (de entheós, participar de dios), puede propiciar. Bajo el efecto del vino y a través de la transgresión sexual se llega a un estado de trance fuera de la realidad. El dios de la manía, de la locura, transmite a sus fieles el delirio orgiástico.
Este dios que regala el vino a los hombres entra en la ciudad en el momento de la fiesta. En su honor y en su nombre se pisa la uva, se fabrica el vino, se prueba la primera cosecha, que bebe primero con mesura, luego en exceso. El dios del vino ha dado a los hombres a vivir una vida despreocupada y feliz.
El dios, hijo de Zeus, se regocija en los festejos, y ama a la Paz, diosa que da la Prosperidad y nodriza de la Juventud. Igual al rico y al más pobre les ha ofrecido disfrutar del goce del vino que aleja el pesar. Aborrece a quien de esto se despreocupa: de vivir, a lo largo del día y por las noches amables, una existencia feliz, y a quien no mantiene sabiamente su corazón y su inteligencia apartados de los individuos geniales. Lo que la gente más humilde ha admitido como fe y práctica, esto quisiera yo aceptar.
El mismo dios participa en el medallón de una copa de figuras rojas de su propio festejo. Aparece, como es habitual en la primera mitad del siglo V a. C., ataviado con un largo manto, recogidos en hiedra sus largos cabellos y con una gran barba que comparte con los sátiros. Toca la lira, y elige el tipo de instrumento que se asocia en las imágenes al banquete, mientras sus felices compañeros le acompañan con crótalos [32]. Este mismo dios que se regocija en los festejos envía a Manía, la locura incontrolada, a todos aquellos que no reconocen su inmenso poder divino. Licurgo se amputa su propia pierna y las de su hijo, y Penteo muere decapitado por su madre. Dioniso es un dios amable y terrible, como el vino; un dios de la fecundidad, de la vida y de la muerte, de las metamorfosis y de los contrastes. Un dios de la ambigüedad, de la integración y de la transgresión, capaz de franquear él mismo y de propiciar el tránsito entre el mundo de los dioses y el de los hombres, entre el reino de los muertos y el de los vivos.
En la Atenas clásica, el dios provoca, como Afrodita, el deseo erótico, pero es capaz de apaciguarlo y para ello se le invoca62. Dioniso es también una fuerza del erotismo. En un ritual celebrado en Atenas en las fiestas de las Antesterias dedicadas a él, se realiza una especie de parodia de ceremonia matrimonial, que no deja de ser un adulterio, entre Dioniso (tal vez encarnado en su sacerdote) y la basilina, la esposa del arconte basileus, el más alto magistrado religioso de la ciudad. Rodeado de toda esta embriaguez sexual, el dios se muestra en las imágenes de Atenas como un ser al que no le interesa el sexo. Jamás aparece itifálico, nunca manipula un falo, nunca desea, persigue o rapta a ninguna mujer ni a ningún jovencito como hacen con frecuencia Posidón, Zeus o Apolo. No se conoce de él infidelidad alguna (lo que es extremadamente raro entre los dioses) a la única hembra que será su compañera, Ariadna, la mortal hija de Minos. Es un dios casto capaz de propiciar la paz o de hacer caer en el delirio y la locura, un dios del movimiento y del reposo, de la vid y de la hiedra, un ser asexuado cuyo atributo es el falo erecto. En el ámbito de Dio-niso, hallamos una lógica interna que resuelve las contradicciones mediante la paradoja.
Los ídolos que le representan son un pilar afálico vestido y cubierto con una máscara como los que aparecen en las imágenes de los vasos de Atenas en el contexto de las fiestas de las Lencas, dedicadas a él, o un falo. Falos erectos de mármol coronan su templo en Délos [33], y las procesiones fálicas en los festivales dionisíacos eran comunes en las campiñas griegas. Había también procesiones en las que se incluía una imagen del dios en un carro-barco. La palabra latina carrum navale con que se designaban estos barcos transportados sobre ruedas está en el origen de nuestro «carnaval».
En un vaso de figuras negras [34] vemos recreada una procesión fálica en la que encontramos el rasgo de humor de la exageración cómica. Un hombre monta a un enorme sátiro-caballo que a su vez cabalga el enorme falo que unos diminutos y humanos phallophóroi o portadores del falo llevan con esfuerzo. Aquí la phallophoría se convierte en un drama satírico o en una comedia. En los rituales dramáticos, por ejemplo en las fiestas de las Grandes Dionisias en Atenas, los actores de los dramas satíricos exhibían falos y pronunciaban frases deliberadamente obscenas. Los actores llevaban máscaras de sátiro y calzones de abultadas nalgas a los que se cosía un falo erecto de cuero [35] y una cola equina. El carácter sexual, la risa y la obscenidad lingüística de la comedia clásica repiten, como en la historia de Baubo, los elementos protectores, apotropaicos, esta vez pertenecientes al mundo masculino de lo dionisíaco.
A la categoría de lo obsceno no pertenecen las imágenes que acabo de presentar, si es que «obscenidad» se puede definir con claridad y precisión, o tal vez no pertenezcan siquiera, como se ha dicho, a la categoría de lo erótico, si es que la exhibición explícita de los órganos sexuales se puede considerar no erótica. La clasificación de estas imágenes como obscenas o eróticas y no aptas para la mirada de un determinado «público inocente», y encerradas por tanto muchas veces en los fondos de los museos, es un problema nuestro. Aunque muchos estudios se remontan al pasado clásico, las definiciones modernas del hecho sexual no tienen en cuenta un contexto cultural en el cual, en ciertas ocasiones, el hecho y el acto sexual son un acto religioso.
Pese a la abundancia visual de cuerpos desnudos, imágenes eróticas y falos erectos en las calles, santuarios, casas y cementerios de griegos y romanos, no debemos imaginar un mundo hedonista y pagano «abrasado en la concupiscencia», poblado por gentes sin freno y sin reglas en su comportamiento sexual. Sería falso. Lo que sí es cierto es que la continua exhibición de objetos eróticos convierte estas imágenes en algo cotidiano y familiar. En el arte clásico un falo no se sugiere nunca; se pinta, se esculpe o se modela. Es importante, porque entiendo que constituye una de las diferencias que más enfrentan la experiencia visual de un griego o de un romano a la nuestra.

 

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