El claustro, fechado en el último tercio del siglo XII, es una de las obras más importantes, no sólo del conjunto gerundense, sino en general de la plástica románica catalana.
Adosado en el lado norte del templo, su planta dibuja un trapecio, como consecuencia de los condicionamientos impuestos por el espacio disponible entre la catedral, las primitivas dependencias canónicas y la muralla de la ciudad.
La anchura de las propias galerías claustrales oscila entre los cuatro metros de la panda septentrional, cubierta con bóveda de cañón, y los tres metros de las restantes, con bóvedas de cuarto de cañón.
Tan pesado sistema de techumbres exige gruesos muros capaces de soportar y contrarrestar los empujes de las cubiertas. Por la misma razón, además de los poderosos machones angulares, fue necesario reforzar las arcadas que apean sobre pares de columnas bastante separadas, disponiendo en los espacios intermedios potentes pilares con columnas en los codillos, y cuyos capiteles se prolongan por todo el machón a modo de friso; su número varía en cada crujía en correspondencia con su longitud.
Todo ello sirve de soporte a una amplia labor escultórica, obra de un prolífico taller bastante homogéneo.
Sus artífices, aunque labran unas figuras corpulentas, de canon corto y cabezas voluminosas en exceso, con unos rasgos muy sumarios y desprovistos de solemnidad, son capaces de agruparlas con eficacia en escenas de claro carácter narrativo. En los fondos, neutros, la notación ambiental se reduce a los elementos indispensables.
Los relieves más antiguos, y también los de mayor carga alegórica, se concentran en la galería meridional, inmediata a la iglesia. Narran la historia de la humanidad, desde la creación del hombre y su caída en el pecado hasta la redención del género humano, simbolizada por la bajada de Cristo al Limbo.
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