Los complejos catedralicios conformaron los conjuntos arquitectónicos más monumentales de la Edad Media peninsular, aunque sólo el de Santiago de Compostela llegó a tener unas dimensiones grandiosas. Sin embargo, a diferencia de los monasterios, pocos conservan el claustro y casi ninguno el resto de las dependencias de los canónigos, los edificios de servicio, el palacio episcopal y el hospital.
Con la finalidad de resaltar el valor artístico de las catedrales, en las drásticas restauraciones del siglo XIX no se dudó en suprimir estas estancias y anexos, que, según el parecer estético de entonces, alteraban su armonía, para dejar sus fábricas exentas y así poder contemplarlas como si de esculturas se tratase.
En origen, mojones dispuestos delante de la entrada principal y alrededor del templo delimitaban un espacio denominado cementerio, atrio o paraíso por su carácter funerario. Este terreno, que depende en exclusiva de la jurisdicción episcopal, se configura en el angosto y tortuoso entramado de las ciudades medievales como una plaza donde, desde fines del siglo XII, se celebran asambleas municipales o judiciales, mercados, ciertos festejos…
En época románica, en el recinto interior de la catedral se distinguen tres ámbitos: el santuario, el coro de canónigos y la iglesia de los fieles. El primero, en la cabecera del templo y reservado al obispo, alberga el altar mayor y la cátedra del prelado que, en su calidad de símbolo distintivo del poder eclesiástico, debía de ser lujosa a juzgar por los ejemplos que se conservan (Gerona). El presbiterio, como lugar donde se opera la renovación de la alianza entre Dios y los feligreses de la diócesis, se decora con especial esmero mediante mármoles, relieves, pinturas…; las seos de Zaragoza o de Santo Domingo de la Calzada son ilustrativas al respecto.
Con un pequeño múrete a modo de separación del santuario, el coro constituye un espacio privilegiado y cerrado que aisla a los canónigos de las molestias ocasionadas por la afluencia de los fieles, a quienes se destina el resto del edificio.
Las cabeceras de las catedrales adquieren, al igual que en las iglesias monásticas importantes, un gran desarrollo ante la necesidad litúrgica de multiplicar el número de altares, pues el sacrificio eucarístico sólo podía celebrarse una vez al día en cada altar. Con esa finalidad se adoptan dos soluciones arquitectónicas: disponer las numerosas capillas en batería en torno a un crucero monumental (Sigüenza, Lérida, Lugo) o colocarlas alrededor de una girola o deambulatorio. Esta segunda opción es mucho menos frecuente por su complejidad y por requerir profundos conocimientos técnicos; de hecho, sólo cristalizó en dos catedrales románicas hispanas, Santiago de Compostela y Santo Domingo de la Calzada, ambas en la Ruta Jacobea.
Junto a los referidos condicionamientos litúrgicos, el creciente culto a las reliquias también contribuyó, de forma decisiva, al engrandecimiento de las cabeceras, ya que las antiguas criptas se revelaron insuficientes para encauzar adecuadamente el nutrido flujo de peregrinos.
Según F. Massips Bonet, el deambulatorio se conocía en el Medievo con el nombre de carola, término que aún pervive en la lengua lemosina. Este apelativo popular hace referencia a una de sus funciones más solemnes y festivas: ser el escenario de los bailes sagrados que se ejecutaban alrededor de las reliquias. Al parecer, en la giróla de la basílica francesa de Conques, donde se custodian las venerables reliquias de Santa Fe, desde principios del siglo XII se cantaba y danzaba solemnemente la Canfon de Santa Fe, escrita en occitano, aunque quizás de origen catalán.
Cada altar estaba cobijado por un ciborio o baldaquino, una estructura en forma de templete piramidal sobre cuatro soportes. A partir de la época románica, el sacerdote celebra la misa de espaldas al pueblo, hacia oriente. Esta disposición no afecta al altar mayor, pero facilita la multiplicación de altares secundarios que pueden emplazarse adosados al muro, tanto del ábside como del trascoro.
Los numerosos compartimentos acotados en el interior de los templos catedralicios del medievo interrumpen la continuidad y diafanidad espaciales, rompiendo el vínculo visual entre el oficiante y los fieles. A esta fragmentación contribuye en gran medida la ubicación del coro de los cañónigos, con frecuencia en la nave central ante las gradas del presbiterio, como el célebre coro pétreo de la basílica compostelana, seguramente obra del maestro Mateo, destruido a principios del siglo XVII y en palabras de Castellá Ferrer «el más lindo coro antiguo que avía en España».
La fábrica catedralicia se completa con torres-campanarios y el cimborrio torreado que se levanta sobre el crucero. Junto a las almenas, estos elementos confieren al templo, en ocasiones, un fuerte aspecto militar que en principio pudiera parecer inapropiado para la arquitectura religiosa, tal como sucede en la seo de Sigüenza, considerada por J.M. Quadrado «rival del castillo en fortaleza, y en magnitud harto superior», con sus «dos cuadradas y macizas torres… y sus coronas de almenas».
Lo cierto es que estos sólidos edificios, sobre todo si se comparan con la miserable arquitectura doméstica del período, se convierten en auténticos baluartes contra los enemigos, simbólicos y reales, de la cristiandad y del obispo; así lo confirman gran número de testimonios arqueológicos y documentales.
Aunque sínodos y concilios proclaman que la iglesia no es una fortaleza provista de armas arrojadizas y que no debe utilizarse como tal, las torres de los templos parroquiales y catedralicios se configuran como hitos fundamentales del sistema defensivo del conjunto urbano, no sólo contra los adversarios externos, sino contra las propias algaradas ciudadanas. En más de una ocasión el obispo, verdadero señor feudal, tuvo que refugiarse en la seo para proteger su vida en las tumultuosas revueltas de los burgos. Así sucedió, en 1117, en la dramática sublevación de los vecinos de Compostela contra Diego Gelmírez que, a raíz de este episodio, decide «encastillar» la basílica del Apóstol con almenas; lo mismo puede decirse de la catedral de Orense y de otras muchas.
También las partes altas del denominado Palacio de Gelmírez estaban fortificadas y se conectaban con las almenas de la catedral de Santiago. Este célebre personaje se propuso erigir, junto al templo, una residencia acorde con la dignidad de los prelados compostelanos que proclamase su poderío y pujanza.
El grandioso palacio episcopal hoy conservado (que sustituye y amplia el primitivo de Gelmírez) carece de parangón en la arquitectura civil románica. Se proyecta en relación con la cercana basílica, a cuyo costado norte se adosa. Su planta describe una T; de sus dos brazos, el transversal se alinea con la fachada del templo, y el más largo, paralelo a la nave, se comunica con las tribunas.
Este palacio ofrece un testimonio elocuente de los cambios que se producen en este tipo de edificios durante el románico. A partir de ahora se construyen en piedra y no en madera, como hasta entonces, con una clara voluntad de permanencia y eternidad, en una época en que la realidad simbólica tiene tanta importancia como la material.
La residencia episcopal normalmente está provista de una torre que, además de tener un claro carácter defensivo, constituye un emblema del poder temporal del obispo.
Buena parte de la vida de los canónigos se desarrollaba en el claustro. Su existencia se documenta ya en la arquitectura carolingia y en la Península Ibérica aún antes, en época visigoda, pues la Regla de San Isidoro establece ya la necesidad de este ámbito. No obstante, su monumentalización no cristalizará hasta los albores del siglo XII. Es un lugar de descanso, plegaria (individual y colectiva), meditación y lectura; de ahí que, con frecuencia, los libros se custodiarán en un armarium dispuesto en uno de sus muros.
Sicardo de Cremona escribía a finales del siglo XII: «así como el templo representa la Iglesia triunfante, el claustro simboliza el Paraíso Celestial» y sus cuatro galerías significan «el desprecio de sí mismo, el desprecio del mundo, el amor al prójimo y el amor a Dios».
Además de las dependencias de los canónigos, otro edificio importante era el hospital, donde se prestaba cobijo y auxilio a los desprotegidos, sobre todo huérfanos y expósitos. El obispo asume así las funciones que, en en el mundo antiguo, correspondían al prefecto de la ciudad. Por lo común, este tipo de establecimientos asistenciales se situaban cerca de la catedral, pues la proximidad facilitaba la práctica de la caridad a la que todo canónigo estaba obligado. A partir del siglo XI, la gestión hospitalaria recae en los miembros del cabildo y, en la siguiente centuria, sus fábricas, hasta entonces de madera, comienzan a construirse en piedra.
Por último, el deber del obispo de formar a los clérigos para que desarrollaran una adecuada labor pastoral supuso el fomento de las escuelas episcopales, contiguas al templo y germen de las futuras universidades. A partir de 1100, el maestre escuela -responsable de la promoción, dirección e inspección de la enseñanza impartida a la clerecía catedralicia— ocupa un lugar destacado en los cabildos peninsulares.
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