En la diminuta cripta septentrional, consagrada por el obispo de Zaragoza San Valero, subsiste también un notable conjunto de frescos, igualmente de principios del siglo XIII, cuyas figuras se recortan sobre un fondo blanco que realza su cromatismo.
La composición se articula en tres zonas bien delimitadas: el casquete absidial, decorado con el Pantocrátor y el Tetramorfos; el espacio intermedio, con un friso interrumpido por la ventana abierta en el siglo XVI, donde se localizan el célebre calendario y tres signos del zodíaco; y un zócalo inferior poblado por animales fabulosos.
La ornamentación se completa con una banda de roleos, dispuesta sobre el arco triunfal; una cruz inscrita en un círculo, en la clave; y, sobre la bóveda de cañón, el Bautismo de Cristo en el Jordán (entré San Juan y un ángel que sostiene un lienzo en sus manos) y San Miguel pesando el alma de un difunto en la balanza que el diablo intenta inclinar a su favor con sus habituales artimañas. El carácter escatologico de este último tema cobra especial relevancia en el marco funerario de la cripta, donde en 1170 se trasladaron solemnemente las reliquias de San Ramón.
A juicio de J. Sureda el programa iconográfico de estas pinturas conforma una sugerente representación del cosmos ordenado en tres niveles: el inferior, alusivo a lo subterráneo, donde habitan animales monstruosos emblemáticos de las fuerzas del mal; el intermedio, dedicado a lo temporal, a lo humano, mediante el friso con las labores que exigen los campos hasta la llegada de la Parusía, momento en que la humanidad trabajadora recibirá el alimento espiritual eucarístíco en sustitución de los productos de la tierra, obtenidos con sudor y fatiga; y el superior, consagrado a la Maiestas Domini figurada como Cristo Cronocrátor, dominador del tiempo cósmico y Señor de la Creación.
En el nivel intermedio se produce una singular simbiosis entre el zodíaco y el calendario agrícola, símbolos del macrocosmos y del microcosmos respectivamente, en los tres primeros meses del año.
En enero, el campesino encorvado transporta un pesado haz de leña a sus espaldas; junto a él, un enorme jarro inclinado vertiendo su contenido se corresponde con Acuario. Febrero se representa de la manera tradicional: al ser los días más fríos del año, cuando todavía no se han reanudado los trabajos del campo, un rústico se caldea al amor de la lumbre, en consonancia con la descripción que hace de este mes el Libro de Alexandre, «Estava don Febrero sus manos calentando». A continuación se reconoce la imagen arquetípica de Piscis: dos peces contrapuestos con sus bocas unidas por un sedal.
Pasados los rigores invernales, el personaje de marzo se despoja de la ropa de abrigo y, con una indumentaria más adecuada a la temperatura que preludia la suavidad primaveral, reanuda las faenas agrícolas con la poda de las vides. Para eliminar los sarmientos muertos, y de ese modo facilitar el crecimiento de los brotes productivos, el campesino empuña una hoz podadera, así denominada tanto en los documentos coetáneos como en las fuentes literarias. Este instrumento, cuya forma es muy similar a las hoces de siega pero de menor tamaño, lleva en su parte cóncava un talón que, además de reforzar su solidez, resulta muy útil para suprimir las partes secas de la vid. A los pies del labriego, se figura el signo zodiacal propio de este mes, el carnero de Aries, último de la serie.
En abril, una doncella festeja la eclosión primaveral recogiendo haces de flores y yerbas, de acuerdo con una costumbre ancestral, de profundo arraigo en el pueblo, vinculada a un amplio maridaje de creencias mágicas que pretenden estimular la germinación de los campos. A este respecto, El Libro de Alexandre describe el mes de mayo:
…coronado de flores,
afeitando los campos de diversas colores,
organeando las mayas e cantando d’amores.
La juventud de la doncella se asocia a la naturaleza renaciente.
Tras esta breve pausa primaveral (la ventana abierta en el siglo XVI destruyó la imagen de.mayo), al’-.comienzo del estío prosiguen las faenas agrícolas con «la recolección: los rústicos, en junio y julio, portan una guadaña y una hoz para segar .el heno y el trigo, respectivamente. Poco después de la siega, ya en agostó, y una vez acarreada la mies a la era, el campesino procede a separar el grano de la paja mediante un mayal. Esta misma labor es la elegida en el Libro de Alexandre para este mes:
trillava don Agosto las miesses por las eras,
aventava las parvas, alfava las fiveras
y también por el Arcipreste de Hita,
el terçero andava los çentenos trayendo
trigos e todos panes en las eras tendiendo.
Los rigores del verano obligan a los labradores de julio y agosto a protegerse de los tórridos rayos solares con un sombrero. Muy expresivas al respecto son las palabras de el libro de Alexandre:
Sedié el mes de Julio logando segadores
corrienle por la cara apriessa los sudores.
Al comienzo del otoño se cierra el ciclo de la recolección cerealera y se abre el de la vendimia. Así, en septiembre el aldeano corta los racimos de la vid y los deposita en el cuévano situado a sus pies; mientras que el campesino de octubre con el torso y las piernas desnudas en alusión a la faena de pisar la uva, se dispone a trasvasar el vino joven del odre al tonel, donde los caldos pasarán la invernada.
Ya en noviembre, el rústico, provisto de nuevo con ropa de abrigo y capuchón, varea una encina para engordar con sus bellotas a los puercos que hozan al pie del árbol, de cara a la matanza. La carne de estos animales constituye uno de los ingredientes básicos del banquete navideño, que se representa en diciembre, una vez concluidas las faenas de los campos. Ahora dos aldeanos sentados ante una mesa se disponen a celebrar la Navidad con las copiosas comidas pascuales, auténticas fiestas de la abundancia y la alegría que rompen con la severidad de la existencia laboriosa y la austera alimentación cotidiana. Tales banquetes suponen la victoria del campesino en su heroica batalla contra la naturaleza omnipotente, la justa recompensa a sus desvelos. Dice el Libro de Alexandre que diciembre «amorçava los fígados para amatar la gana», y el Arcipreste que
comía toda la carne salpressa;
eslava enturbiada con la niebla su mesa.
Como se ha señalado, el arte medieval incorpora en su repertorio la representación de los trabajos de los meses y los signos del zodíaco para mostrar el paso del tiempo, pero lo verdaderamente original en Roda de Isábena es la combinación de los dos motivos en un único ciclo (al menos en los tres primeros meses), recurso común en Francia e Italia pero excepcional en la Península. De hecho, este calendario es el único, entre los conservados en el románico hispano, que integra correlativamente faenas agrícolas y signos zodiacales (reducidos a Acuario, Piséis y Aries). Aunque en dos edificios más se conjugan ambas temáticas, no se hace de modo correlativo: en San Isidoro de León, el mensario, pintado, se encuentra en el interior del Panteón Real, y el zodíaco, esculpido, en la Puerta del Perdón; mientras que en la portada del monasterio catalán de Ripoll, el primero ocupa las jambas del vano y el segundo cubre la arquivolta.
El zodíaco expresa, como se ha indicado, la idea del fluir del tiempo y de las correspondencias celestes con las ocupaciones humanas, de ahí su asociación con los trabajos de los meses. No obstante, también supone el influjo determinista de los astros sobre el comportamiento de los hombres. Por esa razón los moralistas eclesiásticos combatieron con firmeza la creencia en los poderes de la astrología al conducir a un fatalismo desalentador para los fieles. Aunque el Cristianismo (Clemente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, Lactancio, San Agustín, entre otros) admite la astrología limitando su dominio y negando cualquier coacción sobre el libre albedrío y la voluntaria elección entre el bien y el mal, hasta los más ortodoxos pensadores insinuarán que la omnipotencia de los astros amenaza la libertad humana.
La polémica antiastrológica renace en el Occidente medieval, en especial durante el siglo XII, auspiciada por el trasvase cultural de la antigüedad operado por los musulmanes y las numerosas traducciones de obras sobre la materia realizadas en la ciudad de Toledo.
En este ambiente, los intelectuales eclesiásticos trataron de cristianizar los signos del zodíaco. Ya en el siglo II, Teodosio Valentianiano los asimilaba con los apóstoles señalando que, así como los astros gobiernan la generación natural de los hombres, los discípulos de Jesús presiden su regeneración espiritual. Pero particularmente oportuna para explicar la presencia de este tema en Roda de Isábena resulta la moralización del zodíaco que realiza, en el siglo IV, Zenón de Verona con motivo de una homilía pronunciada como conclusión del rito bautismal, máxime cuando en los frescos de la cripta se representa el Bautismo de Cristo en el Jordán.
Para el santo italiano, los neófitos obtienen con este sacramento una nueva vida: de la misma forma que para los paganos nacidos bajo un signo estelar su horóscopo rige toda su existencia, el bautismo supone un nuevo nacimiento en Cristo convirtiéndose en el horóscopo moralizado del fiel. Cada signo tiene un aspecto reprensible pero, al mismo tiempo, puede ser tomado en estricto sentido cristiano y contener una enseñanza catequética. Así, ciñéndonos a los signos presentes en Roda, el neófito debe preferir el Cordero Místico al Carnero (Aries); y los peces (Piscis) son imagen de los gentiles y los judíos salvados por el agua bautismal purificadera que derrama sobre el neófito Cristo, noster Aquarius.
La proximidad del Bautismo en el Jordán y el emblema de Acuario en estas pinturas corrobora oportunamente este simbolismo. Al igual que señalase Moralejo en su magistral estudio del zodíaco esculpido en la Portada del Perdón de la colegiata leonesa de San Isidoro, el fiel nacido de la «carne» es invitado a un segundo nacimiento «espiritual», «acuático», un renacer liberador que le permite escapar del fatalismo cósmico y del determinismo astrológico.
Este sentido de muerte y regeneración que implican el rito bautismal y la Psicostasis es muy apropiado para enmarcar el sepulcro de San Ramón. Ambas escenas participan de la misma significación escatológica, pues tanto el neófito que se sumerge en el agua, como el difunto depositado en el sarcófago renacen como hombres nuevos a la vida de la gracia y, después del Juicio Final, a la vida eterna: «Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo de la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue sepultado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm. 6, 4).
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