Hasta los más pequeños detalles del icono encierran una carga teológico-simbólica: las orejas se ahuecan como expresión de la atenta escucha de Dios; los ojos, grandes y almendrados, carecen de pliegues y de comisuras para hacer coincidir las miradas exterior e interior; la nariz se alarga para mejor simbolizar el aliento vital insuflado por Dios a la materia viva; el rostro monocolor carece de relieve pues ya ha triunfado sobre su propia materia originaria.
Incluso los procesos de ejecución están férreamente ritualizados y exigen una accesis de ayuno y meditación que mimetizará procesos cosmogónicos: la pintura base se asimila a la «substancia» y el posterior modelado de las formas a la «esencia»; luego se procede a la ejecución de los colores desde los más oscuros hasta los más claros, de la misma manera que la Redención entraña el paso desde las tinieblas a la luz…
Todas las iglesias cristianas bizantinas u ortodoxas coinciden, pues, en la consideración del icono, no como expresión de «arte religioso», sino como manifestación de lo sagrado, es decir, como presencia matérica de la divinidad con la que entrar en extático contacto -de hecho, coinciden en esta creencia con manifestaciones mucho más antiguas de cultos litúrgicos de religiones precristianas-. Sin embargo, pese a la coincidencia dogmática, es opinión generalizada la atribución de una extraordinaria maestría (espiritual y estética) a los iconos surgidos de la mente y las manos de los monjes-artistas rusos.
Tras la conversión al cristianismo de Vladimir, príncipe de Kiev, en el año 988, el núcleo inicial de la futura gran Rusia promovió la eclosión de la liturgia bizantina, siempre bajo la tutela de los maestros-artistas griegos, de la que la iconoclastia ya había hecho desaparecer todas las tallas y esculturas.
Esta relación se mantuvo a lo largo del tiempo, como prueba el hecho de que el icono mariano más venerado en Rusia, la Hodegetría o Virgen-Guía de Vladimir, fuera pintada en Constantinopla en el siglo XII.
Con el tiempo los iconos de Kiev fueron incorporando el carácter local, casi siempre con colóraciones en oro y plata. Ya en el siglo XV, finalizada la dominación islámica de los tártaros, florece en el norte la escuela de Novgorod, con un nuevo estilo surgido en la Constantinopla de los Paleólogos: aparición de colores como el rojo, el verde, el rosa y el azul, introducción de estructuras radiales en movimiento circular y de temas no tanto de Historia Sagrada cuanto sagrado-históricos.
Este es el estilo en que trabajó Teófanes el Griego y sus discípulos en los frescos de la iglesia del Salvador y en la producción de iconos. El siglo XV, sin embargo, testimonia la consolidación de Moscú como centro político, cultural y religioso de Rusia.
Allí brilla la estrella de Andrei Rublev (1360-1430), discípulo de Teófanes, cuyas obras más famosas, El Salvador y La Trinidad, introducen un sorprendente aligeramiento de los colores para la conquista de una profundidad del espacio en la que expresar una mayor espiritualidad y dignidad de los rostros, ciertamente sublime.
Muy notables por su refinamiento son, un siglo más tarde, los iconos ahora de pequeño formato y por tanto susceptibles de viajar y de ubicarse fuera de los iconostasios, realizados por encargo de la dinastía Stroganov, así como por los primeros zares Romanov desde 1613. Adentrado el siglo XVII, y pese a la resistencia dogmática (y por tanto también estética) del movimiento de los «Antiguos Creyentes», el icono ruso se occidentaliza, es decir, se abre al naturalismo por un lado y a la ornamentación con sobres o collares generalmente de plata sobre la pintura, que sólo queda liberada en rostros y manos, perdiendo en el proceso casi todo su sentido espiritual y estético originarios.
San Nicolás (Colección privada). Los iconos de la escuela Stroganov serán, si se quiere, más refinados por cuanto introducen una decoración más recargada pero, con ello perderán la carga de espiritualidad de Teófanes el Griego y Andrei Rublev.
Volver a Arte bizantino