Algunas de las Vírgenes de Van der Weyden eran sólo hojas de un díptico, con el retrato del poseedor rezando en la otra hoja, y actualmente están desperdigadas. Los retratados van, por lo regular, vestidos de negro, pero sus caras reflejan lo único que desean exhibir: su fuerte personalidad. Raramente estos caballeros que rezan a la Virgen se presentan con un fondo de paisaje o una ventana abierta; en general, los identifica su blasón o mote.
Otra generación y otro gusto representa Hugo van der Goes, de quien no se sabe si nació en Gante o en el pueblecito de Goes, en Zelanda (Holanda), en 1440, y que en Gante obtuvo el título de maestro pintor en 1467. Diez años después entró en un convento, al perturbarse su razón. Su estancia en Roodekloster (el Convento Rojo) es conocida a través de la crónica del monje Ofhuis. Al principio continuaba pintando y recibía a amigos. En 1481, empezó a creerse condenado y quiso suicidarse. El prior lo calmaba haciéndole oír música y él pintaba en los intervalos de sus crisis. Murió loco en 1482.
Dejó algún magistral retrato, pero su obra más conocida es el gran tríptico que ya se ha comentado con la “Adoración de los Pastores”. Lo pintó en 1476, y se conserva en la Galería de los Uffizi. Esta pintura, como se ha dicho, fue enviada a Florencia por el agente en Brujas de los Médicis, Tommaso Portinari, que con los suyos aparece retratado en la obra. Excelente por su técnica y el preciosismo en que están ejecutados los detalles, así como por la intensidad de atención con que participan en la escena ángeles y pastores; sin embargo, este tríptico carece ya de la vibración espiritual que preside las antiguas y acaso más tranquilas creaciones de Jan van Eyck y Van der Weyden.
Más aún esto se nota en otra «Adoración» de Van der Goes, que de Monforte, en Galicia, pasó al Museo de Berlín. Pero el «Tríptico Portinari» es -pese a su agitación- una de las grandes obras de la pintura universal que ya causó estupor en su época, primero en Brujas y después en Florencia. Nunca se había visto en Flandes ni en ningún otro sitio, una Virgen que fuera mujer en forma tan desconcertante y humana, al mismo tiempo refinada y rústica, toda palpitante.
Frente a ella el maravilloso bloque de los tres pastores que se abalanzan en un gesto de adoración, está internamente quebrado por la caracterización tan diferente de cada uno de ellos. El anciano sonríe con un gesto que dulcifica su rostro trabajado por los años; el joven -encarnación de la duda- desmiente el gesto de sus manos con el escepticismo frío de su mirada; el maduro muestra una tal excitación que raya en locura.
De la misma generación es Hans Memling, nacido hacia 1435 en Seligenstadt (cerca de Aschaffenburg, Alemania) y residente en Brujas desde 1446, ciudad en la que murió en 1494. Sus portentosas dotes de colorista y la feliz inventiva que acreditaba aún al final de su vida en las escenas llenas de encanto del arca relicario de Santa Úrsula, le valieron importantes clientes: el Hospital de San Juan, en Brujas, donde aún se conservan muchas obras suyas, grandes burgueses como Guillermo Moreel, banqueros italianos, como el propio Tommaso Portinari, etc. Lo típico de Memling es su mundo interior, absorto, su sentimiento algo elegiaco, dulce, amable, nunca dramático, que penetra hasta lo más profundo.
La gran época de Memling se sitúa en torno a 1480, cuando era propietario de tres casas en Brujas, y pagó su parte de la contribución de guerra impuesta por Maximiliano, a título de ser uno de los ciento cuarenta burgueses más ricos de la ciudad. A este momento pertenecen el fantástico «Retablo de los Desposorios místicos de Santa Catalina» (Hospital de San Juan, Brujas), y varios extraordinarios retratos como el llamado de Sibila Sambetha, y los contenidos en el «Retablo de San Cristóbal» (conocido también como «Retablo de Guillermo Moreel») en el que aparecen el donante, su esposa Bárbara van Vlaendenbergh y sus hijos.
En el arte de los últimos grandes maestros flamencos no puede hablarse, ciertamente, de caída ni de decadencia, porque algunos elementos esenciales permanecen todavía en todo su vigor, o acaso aumentados en intensidad, pero el principio espiritual activador tiende ya a desvanecerse.
La niña Portinari (detalle) retratada junto a su madre por Hugo van der Goes en el postigo de la derecha del Tríptico Portinari o de La adoración de los pastores (Gallería degli Uffizi, Florencia). El preciosismo, la observación minuciosa del detalle, la intensa expresividad de los ojos claros, se imponen con fuerza que los hace difíciles de olvidar.