La expansión de un imperio y su arte

El Islam es más que una fe, es más que una religión que proporciona unas doctrinas y unos rituales de culto. El Islam es una interpretación peculiar del universo y de la vida humana. A la vista de la forma de concebir la religión, por regla general, en el mundo islámico y en el mundo occidental es posible afirmar que las filosofías y las religiones del Extremo Oriente están más cercanas a la mentalidad occidental que el islamismo. Y ello a pesar de que los territorios en los que nació la religión musulmana están mucho más próximos, geográficamente hablando, que los lejanos países de China y Japón, por ejemplo. Será más fácil a un misionero del Islam convertir a un cristiano, que a un predicador cristiano hacer apostatar a un mahometano de su intransigente, a los ojos de muchos occidentales, forma de monoteísmo. Actualmente, la religión musulmana, una de las tres grandes doctrinas monoteístas del presente, a saber, el Islam, el judaismo y el cristianismo, se ha expandido a buena parte del mundo y millones de fieles la profesan. De este modo, la fe islámica, salida de la península Arábiga, ha arraigado sobre todo en muchos países de Asia y África, donde cientos de millones de fieles profesan las diferentes formas de islamismo, y también en Europa y Estados Unidos merced a los numerosos inmigrantes provenientes de países islámicos que han empezado una nueva vida en las sociedades occidentales.
En sus orígenes, en el siglo VII, como se ha mencionado anteriormente, el Islam aceptó y acentuó todo lo que se denomina oriental, poniendo gran énfasis en muchos conceptos que las mentalidades clásicas se resisten a autorizar. Si algo parece lógico y razonable en el islamismo es lo que se le infiltró de la ciencia griega. En cambio, el Occidente europeo ha aprovechado poquísimo, por no decir nada, de lo que es genuinamente musulmán, y este distanciamiento se observa en las manifestaciones artísticas.
Mahoma, al predicar el Corán en Arabia, donde el único arte era la poesía lírica cantada, apenas menciona otras disciplinas artísticas, y cuando lo hace es para desdeñarlas sin demasiados miramientos. Llama la atención, por su poderosa austeridad, que la Kaaba, en la Meca, que continúa siendo hoy en día el lugar más santo del islamismo desde su predicación, es un edificio sin decoración ni ventanas. Si en el arte europeo es posible observar una evolución hacia formas cada vez más esplendorosas en los edificios y obras de arte religiosos, se podría hacer un paralelismo entre esta primigenia construcción musulmana y los originales templos paleocristianos, aunque es sencillo, por otro lado, observar que la intención decorativa es mucho mayor en estos últimos. Así, la Kaaba aparece cubierta con un sencillísimo tejado de troncos de palmera, que parece muy lejano todavía a las más trabajadas y decoradas edificaciones religiosas que llevarán a cabo los musulmanes a lo largo del tiempo y que, como se tendrá ocasión de comprobar a lo largo del presente volumen, se caracterizarán, en muchas ocasiones, por mostrar un rico esplendor. A su alrededor, en la explanada que no cuesta imaginar dominada por un ajetreado gentío que acudía a las ferias y reuniones tribales, muy habituales en una ciudad eminentemente comercial como era La Meca de aquellos tiempos, había varios ídolos de piedra, con forma humana apenas desbastada. No queda nada de estas representaciones de las que se tienen noticias de forma indirecta pues, según cuenta la leyenda, el Profeta las destruyó milagrosamente un día sin bajar del camello, con sólo señalarlas con el bastón.
Muy difícil se hace referirse extensamente un arte preislámico pues en los alrededores de La Meca no hay ruinas que correspondan a épocas anteriores a la predicación de Mahoma, a diferencia de otros puntos del mundo, donde los vestigios se remontan miles de años en la historia. De este modo, los únicos objetos que podrían calificarse de artísticos son algunas estelas funerarias con relieves carentes de belleza, demasiado sencillos como para otorgarles excesiva importancia si no fuera por el protagonismo que adquieren al ser, precisamente, los solitarios representantes del arte preislámico. Por tanto, se puede afirmar que prácticamente la historia del arte del pueblo árabe empieza, para los occidentales, en la época de Mahoma. De todos modos, algunas investigaciones han puesto de manifiesto que es posible que algo de la pacotilla helenística de Siria y Egipto se importara en Arabia. A lo mejor futuras excavaciones descubran más capítulos del arte preislámico que quizás actualmente permanezcan aguardando bajo metros y metros de arena en el desierto. De momento, y a la vista de los hallazgos realizados hasta hoy, los jinetes del desierto no parecen haber tenido gran avidez de lujo; su tienda, su caballo, su amada, son los motivos predilectos, casi exclusivos, de las poesías árabes anteriores a la predicación del Corán, que se recitaban en las fiestas tribales.
Tampoco encontró Mahoma arte autóctono ni importado en Medina, adonde emigró el año de la Hégira que corresponde al 622 de la era cristiana. Medina estaba más al norte, más cercana a la Siria helenística y bizantina, saturada de arte, por lo que todavía es más sorprendente la ausencia de restos artísticos que hayan llegado hasta la actualidad. La explicación reside en el hecho de que, a pesar de esa proximidad a los prolíficos territorios artísticos bizantinos, sus habitantes vivían como puros árabes, sin necesidad de cosas bellas. Medina es actualmente la segunda ciudad santa del islamismo, ya que en ella vivió y murió el profeta, y, según la interpretación más rigurosa de esta doctrina, su visita está prohibida para todos aquellos que no profesen la religión de Alá. Antes de la llegada del profeta, la ciudad se denominaba Yatrib, aunque tras la estancia de Mahoma pasó a llamarse Madinat-al-Nabi, o, lo que es lo mismo, Ciudad del Profeta.

Ksar-Amra (Jordania)

Ksar-Amra (Jordania). Este alcázar-palacio, construido en mitad del desierto, ofrecía cobijo y baño a la corte de Al-Walid y sus huéspedes.

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