Los primeros expresionistas

El arranque del movimiento expresionista, preocupado por los valores morales y sociales del hecho artístico, como sucede en todo "arte comprometido", tenía pues el terreno abonado en Alemania cuando la obra de Van Gogh y Gauguin empezó a influir en los pintores jóvenes al mismo tiempo que la de los tres artistas que han sido citados como predecesores: Munch, Ensory Nolde. Los tres crearon su obra aislados, buscando inspiración en su propia subjetividad.
Edvard Munch (1863-1944), pintor noruego, fue sin duda la personalidad más influyente en el movimiento expresionista. Vio morir de hambre a su madre y a su hermana mayor cuando aún no había cumplido los 14 años. Pintor en gran parte autodidacto, pudo ver, durante una estancia en París, en 1890, la exposición de Gauguin en el Café Volpini que ejerció una influencia determinante en su obra. Sus grandes figuras de contornos fluidos y su utilización de colores puros proceden directamente de Gauguin. También le influyó profundamente Odilon Redon con sus arabescos lineales y la atmósfera de pesadilla de sus litografías.
La pintura de Munch rechaza los temas neutrales del impresionismo para entregarse a la expresión de estados de ánimo intensamente subjetivos, con frecuencia morbosos y turbadores, que tienen como finalidad explorar el mundo interior de la conciencia humana. Sus temas fueron casi siempre la enfermedad, el alcoholismo, la dolorosa soledad de la adolescencia y de la vejez, el ansia de amor insatisfecho, la decepción y la angustia. Evidentemente, la profundidad psicológica de estos temas no podía ser expresada con una técnica realista y por ello tuvo que acudir a los colores puros y a la distorsión de las líneas y de las figuras. Su célebre cuadro Pubertad, qué representa una muchacha desnuda en el momento en que toma conciencia de su sexualidad latente, tuvo una primera versión, hoy destruida, que fue pintada cinco años antes que el célebre drama de Franz Wede-kind El despertar de la primavera (1891).
En 1908, a consecuencia de un amor contrariado, sufrió una profunda depresión nerviosa que le obligó a ser internado en la clínica del doctor Jacobsen, en Copenhague. Una vez restablecido, regresó a Noruega, donde se recluyó definitivamente en su casa de campo. Aún pintó algunas obras importantes y, sobre todo, los murales del Aula Magna de la Universidad de Oslo (1916). Pero el tratamiento del doctor Jacobsen no fue capaz de devolverle su asombrosa capacidad inventiva.
James Ensor (1860-1949) vivió toda su vida en Ostende, excepto breves desplazamientos a Bruselas. Su obra inicial eran naturalezas muertas y paisajes influidos por el impresionismo francés, pero cuando una obra suya fue rechazada en el Salón de Bruselas de 1883, se unió al grupo llamado Los Veinte y su pintura empezó a evolucionar hacia un expresionismo originalísimo. Ensor creó desde entonces un arte desconcertante en el que adquieren el papel de protagonistas una serie de máscaras que él mismo describió como "dolientes, escandalizadas, insolentes, crueles y maliciosas". Su estilo aparece ya completo en La entrada de Cristo en Bruselas (1888), enorme tela de 2,60 X 4 metros, obra burlesca y grandiosa. El mismo año pintó La muerte y las máscaras (Museo de Arte Moderno de Nueva York), cuadro del que realizó otra versión en 1897 (hoy en el Museo de Lieja). En esta obra la única figura sin máscara es la muerte, envuelta en su sudario frente al tema eterno de Ensor: un carnaval cómico en el que los seres humanos, ocultos tras máscaras tan horribles como ellos mismos, hacen el mal unos a otros.
Emil Molde (1867-1953) llegó lentamente a su madurez artística y no reveló toda su potencia creadora hasta cerca de los cuarenta años, cuando cambió su nombre real de Hansen por el de Nolde (que era el de un pueblo cercano a la granja donde había nacido). El aspecto de máscaras que toman frecuentemente los rostros de sus personajes indica la influencia sobre él de una obra maestra del arte germánico, el retablo de Isenheim, de Grünewald, y revela su pasión por el arte primitivo, africano y oceánico, que le llevó a realizar un largo viaje en 1913-1914 por Extremo Oriente y los Mares del Sur, como miembro de una expedición etnográfica. No obstante, el primitivismo de Nolde, por otro lado un hombre de atormentada religiosidad, es sobre todo personal y más psicológico que estético. Se expresa no por rostros derivados de máscaras primitivas, sino por su brusca simplificación del dibujo y sus mágicas yuxtaposiciones de intensos colores.
La parte más abundante de su obra son paisajes donde los protagonistas son el agua, el cielo o las masas de vegetación, entre las que destacan las flores. La intensidad de sus colores confiere el brillo del verano a estos paisajes inundados por el amarillo de las margaritas o el morado de las dalias. Pero Nolde es conocido sobre todo por sus cuadros de tema religioso, especialmente por los más antiguos en su producción: La última Cena (Museo de Halle) y la Pentecostés (Neue Nationalgalerie, Berlín), ambos de 1909, el tríptico de Santa María Egipcíaca (Museo de Hamburgo) de 1912, y el políptico de nueve piezas titulado La vida de Cristo, que terminó de pintar el mismo año. Es en estas obras donde los amarillos, azules y verdes primarios confieren a los temas sagrados el aire de un baile de máscaras. Por esta razón La vida de Cristo, pese a que Nolde mismo explica que recuperó la fe al pintar la tabla con la duda de Santo Tomás, fue retirado de una exposición de Bruselas, en 1912, ante las protestas que suscitó.
Nolde fue además un prolífico grabador que produjo, por ejemplo, cerca de quinientos grabados al boj en los que utiliza el contraste entre el blanco y el negro con la misma violencia que los colores de sus óleos. Esta parte de su obra atrajo la atención del grupo de jóvenes pintores de Die Brücke que le invitaron a formar parte de él en 1906. Sin embargo, Nolde se retiró de ese grupo al año siguiente, incapaz de llevar a cabo el esfuerzo de colaboración que ello suponía.