Matisse, la reinvención constante

Sin embargo, esta liberación no tendrá como base la apariencia de desorden, de ingenuidad o de ignorancia, ni el rechazo de las disciplinas de escuela. Muy al contrario, los artistas no reclaman aquella libertad hasta que tienen plena conciencia de haber alcanzado los medios necesarios para su oficio. Estos jóvenes pintores son excelentes alumnos y trabajan conscientemente para aprender la técnica, antes de aventurarse en innovaciones. Incluso Matisse, que daría pruebas tan evidentes de independencia, prosiguió durante años su aprendizaje como artesano escrupuloso, frecuentando asiduamente el Mu-sée du Louvre, estudiando a los grandes maestros, copiando sus cuadros, hasta el punto de llegar a exponer en el tradicional Salón de la Société Nationa-le des Beaux Arts.
En los primeros años de nuestro siglo, su admiración por Cézanne y el ejemplo de los neoimpresio-nistas le inducen a una actitud menos prudente y provoca un escándalo con su absoluta intransigencia, tanto en el empleo de los colores más brillantes como en el dibujo o la composición. Considera que este género de investigaciones es la finalidad de la pintura, y pone en tela de juicio aquella noción de estricta imitación de la realidad que ha provocado los malentendidos entre el artista y el público.
Este último se apega a una concepción fotográfica de la realidad; Matisse, en cambio, persigue una transposición menos mecánica, más de conformidad con la esencia de las cosas que con sus apariencias. Según su ideario, el color -y esto es uno de los logros más sorprendentes del fauvismo- no debe concordar obligatoriamente con los tonos reales del objeto, sino que debe utilizarse como valor propio, relacionado con los demás colores y con el lugar que ocupa en el espacio.
De este modo, en el retrato o en un paisaje desempeña el papel de dibujo para conseguir la perspectiva, o el de sombra para modelar un volumen. Esta supresión de sombras y su sustitución por colores puros proporciona a las pinturas un brillo que jamás se había conseguido y que influirá decisivamente, en esta misma época, en el arte de Derain y deVlaminck.
Pero, en éstos, la pincelada continúa dividida, sin duda como recuerdo de la técnica del impresionismo, del divisionismo o de Van Gogh, técnica que da como resultado una superficie de vibrante luminosidad, mientras que Matisse emplea el color en amplias zonas, mostrándose con ello más cercano al cloisonisme de Gauguin.
En consecuencia, Matisse raras veces empleará el puntillismo, y en cambio pronto se verá arrastrado por otras tentaciones. Efectivamente, en 1907, Picasso, con Las Señoritas de Aviñón provoca una auténtica revolución al orientar sus investigaciones hacia nuevas estructuras de la forma y dando a ésta prioridad en relación con el color. Losfauves no podían permanecer indiferentes ante esta nueva apertura. La mayoría de ellos se vio influida por esta concepción, y Matisse agrega a su brillante colorido una nueva organización del espacio, una austera geometría más rígida. Él, que había proclamado que el dibujo no depende únicamente de la realidad que delimita, sino también de lo que el artista pretende hacerle expresar y del lugar que cada forma ocupa en el conjunto
de la composición, e incluso de los límites y dimensiones del lienzo, añade ahora la disciplina de una composición más firme, rigurosa y arquitectónica.
Esta disciplina se combinará más tarde con la sorprendente habilidad de Matisse para distribuir el color en el espacio, de forma que éste quede sugerido sin que intervengan las deformaciones de la perspectiva. Antes de alcanzar este dominio del color, pasará por fases de adaptación más flexible y tomará apariencias casi amables, especialmente en la serie de interiores en Niza, en los que, bañadas con una luminosidad suavizada y uniforme, las ventanas se abren al silencio, y en las serenas odaliscas de un exotismo de antagonismos bien calculados, en las que pone de relieve el mosaico de telas, carnes y paredes, todo ello según calculados contrastes.
La consecuencia de este perfecto oficio, y hasta el fin de la vida de este artista, será un arte aparentemente muy apacible, pero de una inteligencia y un virtuosismo sin par que yuxtaponen los objetos, relacionándolos entre sí, en una atmósfera líquida e inmóvil, con una luminosidad sin sombras, sin degradaciones, creando un estado de plenitud y serenidad que oculta el esfuerzo realizado y abre paso a la alegría de la meditación sin inquietudes, pero sin caer en facilidad, insipidez o negligencia.
Matisse se sitúa en la cumbre del arte francés del siglo XX, ofreciendo simultáneamente un ejemplo de orden e imaginación, de disciplina y libertad. Sus sucesivas provocaciones son los descubrimientos continuados de un nuevo clasicismo francés y cuando proclama su esperanza de crear un arte lleno de calma que sea un descanso para el hombre fatigado por una jornada de trabajo, no hace ni una "boutade" ni una concesión al fácil bienestar, sino que -al contrario- expresa una severa voluntad de situarse en la cumbre de la serenidad.
Los textos de Matisse y sus confidencias muestran las tensiones de su espíritu y el dominio de su espíritu sobre la obra. Sin embargo, ésta no refleja inquietud alguna; se sitúa más allá de las complejidades morbosas y tiene la elegancia de la perfección puesta al servicio del mejor clasicismo. En una época de búsquedas y también de incertidumbres, aporta el ejemplo de una completa realización con todas sus certezas.
Así Matisse aparece como un gran revolucionario, pero no como un rebelde, puesto que su aparente facilidad es la respuesta a los problemas que se ha planteado a sí mismo. Entre los grandes arabescos que ritman las composiciones de Alegría de vivir (1907-1908) o los de la gran composición de la Fundación Barnes sobre el tema de La Danza (1932-1933) y los papeles recortados del fin de su vida, hay una indiscutible unidad que no tiene nada que ver con un estancamiento. Igualmente, entre las escenas de interiores de Niza (hacia 1919) y los dibujos realizados sobre los muros de la capilla de Saint -Paul de Vence (hacia 1950) hay la misma atmósfera de meditación silenciosa. Sin embargo, pese a sus constantes, el arte de Matisse es una incesante reinvención para llegar a lo más profundo de sí mismo, y por ello es, hasta la última obra del artista, de una agudeza casi mágica.