Notas de Arquitectura

El hombre arquitecto

Cuando el hombre construye, la mente y la mano cooperan de un modo único, excepcional, que tal vez sea la característica más destacada de la originalidad de la especie. "Nada puede la una sin la otra", proclama precisamente una inscripción en el Trocadero, edificio parisino que no es la mejor demostración del arte de Eupalinos. Para todo historiador del arte, discípulo natural en este aspecto de Henri Focillon, esta evidencia inicial, vista con más detenimiento, supone una interrelación entre los fines que la inteligencia establece y los medios que la técnica proporciona: la técnica no deja de plantear cuestiones que sugieren experiencias; las experiencias despiertan a su vez nuevas ambiciones, y así sucesivamente. Esto se puede observar tanto en las pirámides de la IV dinastía, en los arcos de Ctesifonte y en los templos de Isé, como en los cruceros de ojivas y en el empleo del cemento. Pero el análisis queda un tanto corto y la historia sólo se pone verdaderamente en marcha cuando al qué y al cómo de la reflexión inmediata se agregan un tercero y un cuarto términos: dónde y cuándo. Toda la historia de la arquitectura surge de la combinación metódica de estos cuatro interrogantes, que generan todo el saber en estos ámbitos. Quisiéramos, en este prefacio, conceder privilegio al lugar. Nos parece primordial introducir aquí la categoría del espacio en su triple aspecto: psicológico, social y operatorio. Los instrumentos se encuentran a disposición de la acción inteligente sólo si hay un lugar, una estancia donde almacenar materiales y herramientas. El acondicionamiento del medio supone cuadricular la superficie, conocer las
dimensiones del cielo y de la tierra, atender a los ejes que rigen la entrada y la salida. El lugar es la porción de espacio que los grupos sociales han aprendido a designar así, ese ámbito preciso que abandonamos y al que volvemos para encontrarnos. Todo ello parece primario, e incluso ingenuo. Ya desde el Neolítico, las sociedades humanas aprendieron a hacerse sedentarias. La noción del lugar, que iba a regir en todas las épocas posteriores, introducía la intervención de un poder que, en definitiva, sólo puede denominarse arquitectura. Esta revolución, de la cual nos hablan los antropólogos, y que condujo a la organización social, a la agricultura, a la división del trabajo, a los cultos y a los mitos, supuso la aparición del homo architector, por decirlo con un término del bajo latín que parece muy apropiado.

 


En efecto, el hombre de nuestras civilizaciones comenzó a conquistar el espacio mediante una asociación inicial de residencia y movimiento. Todo empezó con el acondicionamiento del lugar como señal o punto de referencia y como recurso, y no tan sólo como estancia. La arquitectura se inició como señal. Esta noción es, de hecho, más importante que la de refugio y protección, y por ella debemos empezar. Ha habido reflexiones profundas y útiles, como las de Heidegger, citadas y desarrolladas por Christian Norberg-Schulz, acerca de las propiedades físicas, y en cierto modo metafísicas, del lugar. Deberían ir acompañadas e incluso, a nuestro entender, precedidas de una observación no menos fundamental acerca de la articulación espacio-medio, de la localización de los progresos, de la delimitación del horizonte y los ejes; en una palabra, de la transformación de la extensión en sistema mediante colocación de estelas, postes, conjuntos de piedras, puentes de madera...; o bien, para captar con propiedad estas constantes en el mundo que nos es familiar, de cruces de caminos y lugares, campanarios, torres de ciudad y, así mismo, chimeneas de fábricas, silos y grandes depósitos de agua. A cada civilización hay que juzgarla de acuerdo con el tratamiento y distribución que ha dado a tales elementos en su espacio vital. Ello nos conduce tal vez a conceder una dignidad inmerecida a los elementos toscos y tan a menudo mediocres y descuidados de la civilización industrial. Generalmente ya no tienen, si no es por analogía, el alto valor de señal concedido desde el amanecer de la historia a los postes, las pirámides, las torres espirales, los templos en las acrópolis y, antes incluso de este amanecer prodigioso, a las piedras dispuestas en círculo, a las pesadas mesas de los dólmenes, a los jalones de estacas... Nos hemos vuelto inexcusablemente distraídos con respecto a estos datos demasiado familiares. Afortunadamente, la finalidad de las grandes señales de indicación y delimitación del espacio aparece periódicamente en iniciativas como la torre Eiffel, el conjunto de rascacielos que rodea el Empire State, el Golden Gate o el Cristo de Río de Janeiro.
Cuando una obra abundantemente ilustrada propone un panorama de la arquitectura universal, el espacio de nuestro universo sufre una especie de brusca contracción. El mundo, plagado de indicaciones y redes invisibles tendidas de un paisaje a otro, se convierte entonces en maqueta. Los continentes, y en su interior las regiones, quedan bruscamente reducidos a sus símbolos, mediante una operación familiar en todas las épocas y particularmente apreciable en los mapas de antaño. Y nada es más legítimo, puesto que los productos del homo architector deben observarse siempre de lejos, conjugando el paisaje con la obra: hoy en día hasta tenemos el privilegio absurdo de contemplarlos desde el cielo, a vuelo de pájaro, lo que ha contribuido no poco a avivar nuestra percepción de forma completa y de su inserción en el suelo, en un paisaje, en lo más profundo de un horizonte. Toda obra que trate de arquitectura debe hoy, pues, tener en cuenta la percepción aérea, más distante y recogida y más estimulante y provocativa al mismo tiempo.
El interior y el exterior: imposible decir cosa alguna sobre la obra del homo architector sin recurrir a esta doble noción. No deja de ser un tanto sorprendente que el hermoso libro de Bruno Zevi haya privilegiado únicamente el volumen interior en la apreciación artística de las construcciones. Y, sin embargo, es la correspondencia entre el efecto interior (volumen) y el organismo exterior (masa) lo que determina el propio hecho arquitectónico. Prueba de ello es que, en nuestra experiencia, interior y exterior tienden en todo momento a confundirse: abandonamos una habitación para entrar en otra; salimos a la calle, y ésta se convierte de inmediato en el medio dentro del cual evolucionamos, y nos sentimos desdichados si advertimos que no se la ha tratado como tal, si es no-arquitectura, como tantas vías públicas abandonadas al azar. Y de repente agradecemos toda intervención motivada, indicación, señal o conexión decorativa que aparezca ante nuestros ojos. Así mismo, si entramos en un pueblo o en una ciudad es porque constituyen una realidad sentida como tal, manifestada antaño por una envoltura protectora y hoy en día por cierta densidad —demasiado a menudo inorgánica— de lo edificado y de los servicios. Tan pronto como aparece ante nuestros ojos, según los criterios tradicionales, el entorno de una plaza dispuesta alrededor de un arco preservado de la destrucción, una puerta monumental, un pórtico o una fachada prominente, la ciudad ofrece un rostro, que puede celebrarse o rechazarse. Penetramos en el interior de ese conjunto haciéndonos conscientes de su finalidad o de su paupérrima incoherencia. La disputa entre historiadores de la arquitectura e historiadores del urbanismo, o más bien, su incapacidad para pasar de una disciplina —de una manera de ver— a la otra, es una de las desventuras más injustificables y peligrosas del saber contemporáneo.
Todo tipo de arquitectura proviene de una reagrupación y una articulación de formas, y las formas provienen de una voluntad que se ha impuesto al material. Un conjunto construido produce, incluso en el espectador más superficial y distraído, una impresión específicamente informativa: el trabajo hecho con piedras y guijarros, o con acero y vidrio; la organización de las edificaciones, yr finalmente, lo que se denomina concepción de conjunto, cosas todas ellas que son explícitas o hay que precisar. Las leyes de la gravedad nunca han permitido vacilar por mucho tiempo ni quedarse en lo aproximado. Y hay que olvidarlas, claro está, una vez construido el edificio: más vale que así sea para tranquilidad de quienes lo usan. Hasta no hace mucho se borraba todo cuanto pudiese recordarlas. La moda de las vigas descubiertas, los soportes metálicos entrecruzados y los tubos vistos es la paradoja que, con razón o sin ella, pretende recordar al espectador lo que sucede. Solución divertida y pasajera como una lección de anatomía, que sería más satisfactoria todavía si algún procedimiento permitiese cubrir y descubrir, según el momento, esos edificios desollados.

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