El arte mueble de los pueblos bárbaros

Cuando el Imperio romano se dividió en dos partes: Imperio de Occidente e Imperio de Oriente, las normas del antiguo clasicismo, que habían sido unlversalizadas durante la época alejandrina y sostenidas después por Roma, habían perdido ya gran parte de su antigua eficacia. La atmósfera dentro de la cual el cristianismo se había desarrollado, a pesar de las persecuciones, representó por todo el ámbito imperial una insinuación cada vez más fuerte de preocupaciones e ideas propias de una mentalidad nueva. No debe, pues, sorprender que el anterior mundo greco-latino tendiese a desintegrarse durante los primeros siglos de la Era cristiana. Con él se desmoronaba todo un sistema de tradiciones estéticas que habían implicado una determinada concepción del Arte.
Al hundirse, en el siglo V, el Imperio de Occidente ante la oleada de invasiones de los pueblos bárbaros, la estructura estatal y el espíritu de mando habían logrado en Bizancio conservar su equilibrio; pero incluso allí se implantaba entonces una concepción plástica en la cual se ve cómo, paulatinamente, la representación (que se basó en el contorno fijado por el dibujo y la concreción de la forma) quedaba postergada ante la importancia de elementos que antes se habían considerado como del exclusivo dominio de lo decorativo: la calidad de la materia, los efectos de color y de luz. El interés por la figuración humana, que en Bizancio persistiría hasta el estallido de la crisis iconoclasta en el siglo VIII, fue desapareciendo en Occidente durante el transcurso del siglo V, y no existió nunca en el arte bárbaro de los pueblos germánicos, que fue el que, en definitiva, se impuso en la parte occidental de lo que había sido el Imperio romano unitario.
Indudablemente, la presencia de los bárbaros en los confines imperiales desde el siglo IV contribuyó mucho a este estado de cosas. A la admisión de estas gentes en las legiones romanas había sucedido su instalación en los territorios limítrofes, que les habían sido cedidos a título federativo, como medida para asegurar la defensa de las fronteras. En efecto, hacia el año 370, al ser rechazados en el Asia por los mongoles, los hunos se precipitaron sobre los ostrogodos y esto determinó también un rápido desplazamiento de los visigodos, que al mando de Alarico se lanzaron en 395 sobre el territorio bizantino; después se encaminaron a Italia y en el año 410 entraban en Roma. Muerto Alarico, pasaron, bajo el caudillaje de Ataúlfo, a España, y con Walia, al sur de la Galia.
En cuanto a los ostrogodos, poco después se establecieron también, como peligrosos vecinos, en las fronteras del Imperio de Oriente, de donde, a fines del siglo V el emperador Zenón logró apartarles, mediante el ardid de revestir a su caudillo Teodorico del gobierno de Italia, país que de hecho estaba ya perdido para el Imperio y que aquél invadió en el 489. Cuatro años más tarde, lograba vencer y matar en Pavía a Odoacro, rey hérulo, y conseguía poco después hacerse único dueño de la antigua sede del Imperio de Occidente. Por otra parte, los francos y burgundios se habían establecido ya antes en la Ga-lia. El antiguo territorio occidental del Imperio quedó ocupado por pueblos de razas nórdicas.
Nada más alejado de las formas del clasicismo que la sensibilidad artística de estos invasores. Es éste un aspecto que se evidencia en su arte por excelencia, la orfebrería, la cual, como se estudia en él capítulo correspondiente, junto al Mar Negro y en Hungría (es decir, en la parte donde más largamente los godos pudieron convivir con los restos de la antigua cultura) había revestido, gracias a los escitas y sármatas, formas asiáticas, tanto por su concepto como por su realización.
Junto a este fermento, hay que considerar también como importante el que pudo derivar del sustrato escandinavo, del cual procedían las dos ramas del pueblo godo, cuyo empuje desempeñó papel tan decisivo al producirse las grandes invasiones. La fusión de estos dos elementos, asiático y nórdico, operada entre el Mar Báltico y el Mar Negro, hubo de determinar las características del llamado Arte Bárbaro "Germánico", que fue el difundido a través de Europa por la Völkerwanderung o "migración de pueblos".
Es un arte que se limita a las creaciones suntuarias y ofrece una extraordinaria unidad. Hay, es verdad, los hallazgos lujosos que han tenido lugar sobre todo en Rumania y en el Banato, como el de Petrossa y el de Nagy-Szent-Miklos, que atestiguan cuan importantes y variadas podían ser las preseas poseídas por los jefes de las gentes bárbaras. Pero el segundo de estos dos tesoros se compone casi exclusivamente de piezas persas sasánidas, o inspiradas en este arte, y al parecer no perteneció a ningún caudillo bárbaro propiamente dicho, sino a un jefe pechenego. En cuanto al tesoro de Petrossa, hallado en 1837 y que perteneció al rey godo Atanarico (muerto en 381), lo componen piezas de una inusitada riqueza, pero que por su origen diverso y calidad excepcional se apartan de lo corriente.
El estilo de la orfebrería típica de los bárbaros que dieron al traste con el Imperio de Occidente, según lo revelan los objetos hallados en multitud de sepulturas francas, burgundias y visigóticas, se basa en la ornamentación geométrica, y su adorno preferido es el cloisonné. Por lo general se trata de fíbulas, que reproducen un mismo tipo de ave estilizada, una águila, o mejor quizá, uno de los cuervos que en el mito de Odín acompañan a esta divinidad heroica germánica: Hugin (que mira hacia delante y simboliza la premonición del futuro) y Mummin (que mira hacia atrás y representa el recuerdo del pasado).
La estilización de estas aves rapaces se ajusta de modo invariable a un esquemático diseño que representa la silueta del ave (sin garras) con la cabeza erguida y vista de perfil y las alas semiabiertas; en el centro hay un óvalo o círculo que lleva engastada una piedra o cabujón, y otro engarce semejante figura también en el ojo.

Disco de oro de un noble franco
Disco de oro de un noble franco (Biblioteca Nacional, París). Las representaciones del disco solar serian una particular herencia del arte visigodo, cuyo origen simbólico se remontaría hasta sociedades muy primitivas. Situado en el centro, el rostro de Cristo emana haces de luz para iluminar todos los confines de la tierra, y entre cuyos rayos pueden descubrirse signos heráldicos del noble propietario de la pieza y las letras griegas que marcan el principio y el fin de la Creación.

Continua >>>