Rafael de Urbino

Se llega así a una de las personalidades más eminentes del siglo, que debía aprovecharse de los esfuerzos de todas las escuelas y ser como el feliz resultado de la larga evolución de la pintura italiana: el famosísimo Rafael (1483-1520), hijo de un pintor de Urbino, Giovanni Sanzio o Santi, que en sus cuadros se manifiesta mediano artista, tanto por su técnica como por su estilo. Rafael, que ayudaba a su padre en las obras y encargos que ejecutaba, en la región de Urbino, recibió, además de las enseñanzas de éste, las de otro pintor, un tal Timoteo Viti, discípulo de otro pintor boloñés llamado Il Francia, que a su vez había aprendido en la escuela de Leonardo y de los primitivos pintores venecianos.
He aquí, pues, cómo por medio del Francia y de Viti llegó a Urbino algo de los estilos de la Italia septentrional, precisamente cuando Rafael estaba iniciándose en el arte. Se ignoran aún detalles de la formación de Rafael en Urbino. No está bien esclarecido cómo llegó a conocer personalmente al Francia, con quien se sabe que se relacionaba todavía cuando ya estaba en el apogeo de su gloria. Sea como fuere, Rafael en sus comienzos depende más de esta escuela del Francia que de ninguna otra; las figuras de sus primeros cuadros tienen una redondez mórbida y, al mismo tiempo, la fuerza característica de las escuelas de la Italia septentrional.
Precisamente, esta redondez mórbida y la característica esencial de Rafael: su peligrosa habilidad, que transforma en serena belleza todo lo que toca, lo convierte en un artista fácil, agradable al primer golpe de vista, que ha sido infravalorado en los últimos decenios.
Pero los críticos modernos han vuelto a interesarse por Rafael y por los elementos más personales de su genio: su seguro instinto de forma, su alegre cromatismo y la iluminación llena de dramatismo de sus obras. Los cuatrocientos años de elogios desmedidos que siguieron a su muerte, han hecho necesario que hoy haya que buscar tales virtudes y su profunda complejidad bajo su increíble facilidad de niño prodigio, fabulosamente dotado para la pintura.
Puede verse, por ejemplo, con qué preciosas dotes comenzaba Rafael su carrera en tres obras que se conservan de su juventud: el Sueño del Caballero, en la Galería Nacional de Londres; el San Jorge, del Museo del Louvre, y las Tres Gradas, del Museo de Chantilly En la primera, un joven dormido en medio de un paisaje tiene, a cada lado, figuras simbólicas, quizá la representación del Placer y de la Virtud. En el San Jorge ya se encuentran los típicos árboles de los cuadros de la escuela umbra; el San Jorge reproduce otra vez el ideal caballeresco, que en la corte de Urbino se enlazaba con el deseo de renovación del espíritu clásico.
Por fin, el cuadro de las Tres Gracias, pintado en 1501, a los dieciocho años, repite un tema antiguo: la escultura y la pintura griegas habían multiplicado las imágenes de este grupo de tres muchachas que forman corro, pero Rafael sabe infundir una gracia y una espiritualidad nuevas, hechas de serenidad clara, al viejo tema.
Este fortúnalo garzón, como le llamaba el Francia, que tan precozmente producía unas obras admirables y que había sabido asimilar de lejos las novedades artísticas que por fuerza llegarían debilitadas a Urbino, hubo de recibir muy pronto otro influjo decisivo en su formación al llevarle su padre al taller del Perugino. Cuenta Vasari que, viendo el padre de Rafael las singulares aptitudes de su hijo, lo confió al Perugino, el cual, admirado del modo de dibujar del muchacho, en seguida lo aceptó en el taller. Comenzaba el siglo XVI cuando Rafael entró en el taller del Perugino, y de este maestro aprendió ciertamente muchas cosas que no olvidaría en toda su vida. Su delicioso cuadro de los Desposorios de la Virgen, en la Pinacoteca Brera de Milán, muestra estereotipadas las fisonomías de los personajes peruginescos.

Disputa del Santísimo Sacramento de Rafael

Disputa del Santísimo Sacramento de Rafael (Cámara de la Signatura del Palacio Vaticano, Roma). Mural que está frente al de la Escuela de Atenas, pintado por encargo del papa Julio II en 1509. Pareciera una respuesta al tema de la investigación racional de la verdad, es decir, que en esta composición se exalta la verdad revelada.

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