Al cuadro de las Bodas de Caná siguió el de La cena en la casa de Leví, pintado diez años más tarde, para el convento de San Juan y San Pablo, trasladado hoy a la Academia de Venecia. Es también una enorme composición en que la ley evangélica está tan libremente interpretada, que el pintor hubo de comparecer, para explicarse, ante el Tribunal de la Inquisición. Las actas del proceso, que se han conservado, constituyen uno de los documentos más graciosos de imprudencia artística. El Veronés reconoce que ha sustituido la figura de la Magdalena, que estaba delante de la mesa, por un perro, porque así la composición resultaba más armónica.
Para justificar tantos personajes secundarios de su cuadro, le sirvieron también de excusa ante el tribunal el sinnúmero de figuras que había introducido en su Juicio Final, de la Capilla Sixtina, el propio Miguel Ángel, que entonces era la autoridad artística más acreditada; pero uno de los jueces hace observar con cierto desdén que entre las dos pinturas no había paralelo posible, porque los personajes del Juicio Final eran todos muy necesarios, mientras que no tenían nada que ver con los asuntos tomados de los textos evangélicos tantos bufones, músicos, negros, borrachos y cortesanas como se complació el Veronés en amontonar en su cuadro.
He aquí un fragmento significativo de aquel interrogatorio efectuado el 18 de julio de 1573, según consta en las actas del Tribunal de la Inquisición:
«Pregunta el inquisidor: Aquellos soldados alemanes con alabardas ¿qué tienen que ver con la Cena?
Responde Paolo: Nosotros, pintores, nos tomamos la licencia que se toman los poetas y los locos, y yo he puesto aquellos alabarderos para dar a entender que el patrón de la casa era hombre rico y grande y podía tener tales servidores».
Esta valerosa respuesta es natural que debía ser aprobada por los otros artistas venecianos. Un pintor puede, pues, emplear metáforas como los poetas y los locos. Se cuenta que Tiziano y Sansovino, cuando encontraron a Paolo en la calle, lo abrazaron cariñosamente. Paolo el Veronés había hablado por todos ellos e incluso por los artistas del porvenir.
El Veronés fue tratado con indulgencia por el tribunal, que le condenó a suprimir algunos personajes demasiado irreverentes en el plazo de tres meses, y continuó sin reparo, en lo sucesivo, pintando sus extraordinarias composiciones, dispuestas en bellísimas perspectivas, a veces con nobles arquitecturas blancas en el fondo, balaustradas y hemiciclos destacando sobre un cielo verdoso o azulado, como en el Jesús entre los doctores del Prado. La posteridad ha disculpado al Veronés de sus irreverencias, y es porque este pintor, lleno de un optimismo jugoso, no es un epicúreo egoísta, sino el representante de una manera de sentir la humanidad que ha tenido su glorificación en la Venecia del siglo XVI. Para el Veronés, los problemas son de luz y formas, compuestas éstas para el mayor goce del sentido; pero el goce estético no es individual y concentrado, como el de Tiziano, sino el de toda una multitud que se agrupa bajo anchos pórticos para admirar los brocados y sedas de las damas o respirar un aire brillante, dulcificado por armonías musicales. Las pocas pinturas mitológicas que realizó parecen pretextos para exhibir desnudos los cuerpos pletóricos y sanos de las venecianas del siglo XVI.
Su espíritu sólo se concibe en Venecia; únicamente en Venecia se puede suponer la aparición de dos artistas como Tiziano y el Veronés, pero tampoco se puede ya hoy imaginar a Venecia sin sus pinturas. Ellas ayudan a perpetuar el alma veneciana, tanto o más que la luz brillante de su atmósfera irisada o las arquitecturas del Gran Canal y la maravilla de color de San Marcos.