Entre el estancamiento y la renovación

Excepto por lo que respecta a la escuela veneciana, el siglo XVIII es una época de estancamiento en la pintura de Italia, nación que -salvo en algunos brillantes aspectos de aquella escuela-, pierde entonces la categoría que desde el siglo XV había detentado de guía del arte pictórico de toda Europa.
En las obras figurativas de composición, los maestros que dirigen el movimiento artístico en Roma y Bolonia tratan de prolongar allí la tardía pintura barroca, dentro de la línea marcada en el siglo anterior por Cario Maratta o de acuerdo con las anacrónicas directrices académicas boloñesas. El espíritu de novedad que, según se verá más adelante, florecía de nuevo en Venecia, causó al principio irritación entre los representantes de este sector tradicionalista hasta en la misma Venecia. Se trata, como ocurre tantas veces, de la eterna pugna de poder entre los que están y los que llegan. En 1733, Antonio Balestra -que había sido discípulo directo de Cario Maratta, en Roma, pero que pintó en Venecia- dejaba oír su voz, alarmado ante las osadías que presenciaba. Para él, "todo el mal presente proviene de la perniciosa costumbre de trabajar de imaginación, sin haber antes aprendido a dibujar con buenos modelos y a componer de acuerdo con las máximas consagradas". "Ya no se ve -dice- a los jóvenes artistas estudiar los modelos de lo antiguo; las cosas han llegado a tal punto, que ese estudio es criticado como inútil y embarazoso."
La verdad es que, en Roma, la pintura decorativa al fresco (de bóvedas de iglesias y palacios) trató de renovarse sin abandonar las antiguas enseñanzas y que se produjeron incluso algunas obras de valía. Sin embargo, la pintura romana de grandes composiciones no había de experimentar cambios radicales hasta la aparición del neoclasicismo pictórico, cuya característica general en Italia fue la frigidez.
Nápoles era, en cambio, un centro activo y con iniciativas propias desde mediados del siglo XVII, antes de la eclosión del rococó. En esta población del sur de Italia, más que en la Ciudad Eterna, se encontrará materia para comentar ciertas novedades dieciochescas no poco interesantes desde el punto de vista artístico.
A partir de la segunda mitad de aquel siglo existía allí una buena escuela de bodegonistas, representada por una importante nómina de pintores de gran calidad entre los que destacaban, sin duda, B. Ruoppoli y G. Recco, y que prolongó, con sus naturalezas muertas y composiciones florales, un hombre de muy diversas actividades, Andrea Belvedere, llamado el Abbate Andrea (1642-1732).
Una brillante síntesis de lo que anteriormente había hecho en Roma y en Venecia, en lo que hace referencia a la pintura decorativa de grandes temas, representa la actuación de un artista napolitano dotado de extraordinaria vitalidad y famoso por la pasmosa rapidez con que ejecutaba sus obras: Luca Giordano (1632-1705), conocido también bajo el apodo de Luca Fa Presto, y en España más conocido como Lucas Jordán.
Es quizá uno de los pintores más interesantes que vio nacer Italia en esa época, y lo es no sólo por sus méritos artísticos, que ciertamente le harían merecedor de tal categoría, sino también por lo ajetreado de su existencia, paradigma del artista que sabe apurar todas las facetas de la vida. El prestigio de este pintor fue enorme y no sólo en Nápoles e Italia, durante el siglo XVIII, en cuyos umbrales vino a fallecer. Fue casi un artista itinerante, cuyas obras italianas (que plasmó tanto al fresco como al óleo) pueden verse en numerosos lugares de Italia, como Roma, Florencia, Venecia y Bérgamo, y que gozó también de mucha fama allende de la península itálica, como, por ejemplo, en España por haber trabajado en el monasterio de El Escorial y en Madrid.
Encarnó las mejores condiciones que puedan exigirse a un virtuoso de la pintura; sin plagiar abiertamente, era uno de esos maestros que no tenían prejuicios en inspirarse en lo que mejor hallan en sus predecesores, y su arte recoge así, a la vez, cosas de Rubens, de Rembrandt, de Ribera, Rafael, Tiziano y el Veronés, grandes pintores de la historia; pero, aunque a la vista de lo dicho pueda parecer cuando menos complicado, su fuga, su ardor, eran muy personales y de ellos no podía insinuarse que eran copias. Su obra, además, le sobrevivió y en Nápoles dejó sucesores que quisieron continuar en la línea marcada por él.

La paz y la justicia, de Corrado Giacquinto
La paz y la justicia, de Corrado Giacquinto (Museo del Prado, Madrid). Formado en el idealismo clásico de los Carraca, el pintor se establecería en Nápoles ligando su producción a la corona española y colaborando durante años con Ribera, de quien adoptaría su utilización del claroscuro que, combinado con el paisajismo romano de Poussin conseguiría en el campo de la alegoría mitológica un estilo muy personal, como se aprecia en esta metáfora moralizadora de la Europa ilustrada.

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