La escultura neoclásica

Mientras por toda Europa, y hasta en América, la arquitectura aceptaba decididamente las formas de un arte antiguo entendido sólo a medias (¡cuan poco griegos parecen hoy estos edificios neoclásicos!), la escultura y la pintura pretendían seguir igual camino. En pintura, este proceso, esta “neoclasización”, iba a resultar al fin y al cabo casi imposible, ya que era poquísimo entonces lo que de la pintura romana antigua habían revelado las incipientes excavaciones de Pompeya, aún en fase algo embrionaria. En escultura, la tarea resultó mucho más fácil. Winckelmann, uno de los grandes estudiosos del arte de la antigüedad clásica, como ya se ha mencionado, dirigía principalmente sus estudios a la escultura, que era lo que había podido analizar, aunque tan sólo en algunos de sus aspectos. Schelling, más tarde, llegó a afirmar que el único medio de comprender la literatura griega era iniciarse antes en la belleza clásica por las estatuas. El grupo de críticos y artistas que a fines del siglo XVIII fundaba en Roma el Instituto de Correspondencia Arqueológica ponía todo su interés en las esculturas. No es de extrañar, pues, que los edificios neoclásicos se llenaran de pobres imitaciones de los dioses antiguos, y que los grandes hombres como Napoleón, Wellington y los sabios de aquel tiempo se retrataran desnudos, como los antiguos atletas, con ojos sin pupilas, a fin de parecer aún más griegos, tal era su deseo de ser como los grandes hombres de la antigüedad. Sin embargo, de la multitud de escultores de esta época sólo dos nombres resisten a las mudanzas del gusto, tan características de esa época. Uno de ellos es el danés Thorvaldsen y el otro el veneciano Canova. Thorvaldsen estuvo en Roma y allí trabajó largo tiempo. Sus mármoles afinados, pulidos, tienen cierto encanto de reposo, son lo que podría llamarse bien "dibujados"; en ellos no hay errores, pero tampoco ofrecen grandes novedades, y aunque son versiones nobles y amables del cuerpo humano, y que de sus estatuas no se halla ausente el espíritu, manifiestan poca inspiración.
Canova era otro temperamento que llevaba además en su sangre veneciana el instinto de la belleza plástica. Mas, como le ocurrió a todos los neoclásicos, resulta casi siempre afectadamente inexpresivo; hasta cuando esculpe sus diosas y sus amores, sus estatuas son innegablemente bellas, ello no admite discusión, mas parecen encantadas por un hechizo que las ha paralizado y convertido en mármol, como si en vez de animar el escultor el mármol hubiera petrificado a seres vivos.
Trabajaba para Napoleón y su familia; pudiéndose decir, a la vista de la multitud de encargos que recibía por parte de ellos, que era su escultor de cámara. La más bella de sus esculturas, acaso sea también el retrato de Paulina Bonaparte, la liviana e ingenua hermana del emperador, a quien éste casó con el príncipe Borghese, y a la que representó Canova semidesnuda, recostada en un lecho antiguo, personificando a Venus.
Asimismo, de las damas del Directorio y del Imperio se hicieron muchos retratos. La emperatriz Josefina fue retratada en busto por el escultor R J. Bosio, el autor de la cuadriga del Arco del Carroussel. De madame Récamier, pintada por David y Gérard, hizo un busto delicioso J. Chinard, de Lyon.
Si estos escultores son todavía discutibles, mucho menos interesantes resultan los pintores del primer grupo neoclásico, que fueron encabezados por Mengs, un artista academicista de fama internacional. Este era oriundo de Bohemia y trabajó para todas las cortes de Europa, después de pasar por Italia. Su sistema, que, por lo demás, era el de todos los pintores neoclásicos, no podía ser menos creativo: reproducir en la pintura los cánones y modelos de las estatuas antiguas. Como de la antigüedad no se han conservado cuadros y muy pocos frescos antiguos se conocían entonces, quizá no tenía más remedio que imitar las esculturas.

 

Busto de Madame Récamier, de Joseph Chinard

Busto de Madame Récamier, de Joseph Chinard (Museo de Bellas Artes, Lyon). Esculpido en mármol en 1802 siguiendo la tradición realista de Houdon, tan rica en contenido psicológico, supone un paso del neoclasicismo al romanticismo. En este retrato de Juliette Récamier, el maduro escultor oficial del imperio napoleónico junto a Canova, refleja la singular belleza de la dama, que se muestra entre recatada y picara, con una suave sonrisa sugerente y coqueta. También el pintor Jacques-Louis David la quiso inmortalizar en un cuadro que quedó inconcluso, dado que la modelo no toleraba las largas sesiones de posado.