Pintura y escultura francesas en el siglo XVIII

El siglo XVIII francés fue, en el pensamiento y en el arte, extraordinariamente complejo; en él se asocian, en una concepción nueva de la vida, la exaltación del individualismo y un análisis, incesantemente proseguido, de las posibilidades de la inteligencia y la sensibilidad. En el capítulo anterior pudimos observar este siglo desde un ángulo a través del cual aparece sólo en uno de sus aspectos, el del “hermoseamiento” y la frivolidad lujosa, y es verdad que este siglo fue muy frívolo también, aunque conformarnos con esta visión sería un error. Esta frivolidad, que efectivamente existía, era sólo su vestidura, su capa exterior, el vestido con el que se acudía a las fiestas. Porque aquella época fue una de las que llevan su propia enfermedad, su mal de siècle; tal enfermedad consistió, probablemente, en plantearse, a la vez, todos los principales interrogantes que acucian al alma humana con una lucidez racional tan necesaria como dolorosa. Por esto resultó ser, por su ideario, una época tan subversiva, como dan fe de ello los acontecimientos históricos de dicha centuria: el siglo de la Encydopédie, de la fe en la ciencia (de la que creyó haber dado una definitiva sistematización), del racionalismo llevado a sus últimas consecuencias. Fue, verdaderamente, un siglo de ateos y deístas e indiferentes en materia de religión. Pero en él latía también un nuevo sentido de lo humano, una fe optimista, que también puede parecer algo excesiva, en las bondades naturales del hombre.
En lo que respecta al arte, el suyo marca un contraste tajante con el siglo que le precedió. El siglo de Luis XIV, a través de su arte oficial, se había mostrado insoportablemente enfático, como no podía ser de otra forma pues, como se ha señalado, era, en buena parte, una “sintomatología” de los delirios de grandeza del absolutista monarca. Ahora, el énfasis se ha perdido o aparece atenuado y aplicado a otras intenciones mucho más sutiles. Se comprueba en los pintores retratistas, cuyo arte fue de transición entre una y otra época; todos ellos, Rigaud, Largilliére, los De Troy, durante el siglo XVIII aparecen cultivando un arte que a la amabilidad une una mayor libertad en la interpretación psicológica. Uno de ellos, Nicolás de Largillière, o Largillière (1656-1746), fue más pintor del siglo XVIII que del Grand Siècle. Formado principalmente en el extranjero, con Goebow en Amberes y Peter Lely en Londres, de ellos adquirió una técnica de suaves transparencias que se ajusta más al espíritu de sus retratos dieciochescos.
Cultivó el retrato mitológico, esto es, de damas disfrazadas de Dianas y otras divinidades femeninas, especialidad que constituyó la de otro retratista plenamente representativo del estilo rococó en ese género: Jean-Marc Nattier (1686-1766). Nattier, una generación posterior a la de Largillière, era hijo de un pintor académico. Pintó, y ello no es poco mérito, para Catalina de Rusia; mas sus grandes éxitos, algo tardíos, los logró como autor de los retratos que le encargó Luis XV de sus primeras amantes, la duquesa de Châteauroux y sus dos primas, y retrató también a las hijas de Luis XV y a otros miembros femeninos de la familia real. Los ropajes de sus modelos, aunque expresados con pompa, no tienen, sin embargo, ritmos tan violentos como los de los retratos de la época del Rey Sol.

 

María Adelaida de Francia de Jean-Marc Nattier

María Adelaida de Francia de Jean-Marc Nattier (Gallería degli Uffizi, Florencia). En 1776, el autor retrató a la tercera hija de Luis XV ataviada como Diana, la diosa romana de la caza