En la negación de la esperanza, y también de la laboriosidad podemos distinguir dos razones. Una es personal, depende del carácter poético, de la misma vena inventiva de Sófocles, quien, menos religioso que su predecesor, no le veía salida a lo trágico de la condición humana.
La otra es colectiva. Es sabido que un poeta, un dramaturgo, un novelista, reflejan la sociedad en que viven, siendo por lo tanto natural que el pesimismo de Sófocles señale que los ciudadanos griegos habían dado un paso más hacia el frente en el camino de la incredulidad.
Se sentían abandonados. Entre ellos, los hombres, sentían la presencia de la ciega crueldad del Hado, del destino, y por el contrario ya no advertían la presencia mediadora de los dioses. Y a esta incredulidad correspondía en parte un principio de decadencia, de las costumbres políticas.
En resumen, la polis griega estaba menos segura de sí misma, y el reflejo de dicha condición no podía dejarse de sentir también en el teatro; fenómeno, como se ha dicho, enormemente social. Por esto, Sófocles, pese a ser más refinado, más moderno, menos rupestre qué Esquilo, a menudo también es más atroz.
Menos en los hechos que en la manera de presentarlos. En relación con su predecesor, tiene una mayor sutileza psicológica, y sin duda es más astuto, pero a menudo es movido por el escepticismo.