
El 7 de junio de 1926 a media tarde un anciano deambula distraído, completamente absorto en sus pensamientos, por el centro de Barcelona; en el tramo de la Gran Vía esquina con la calle Bailén, es arrollado por un tranvía. En su chaqueta no se encuentra ninguna documentación que permita identificar al hombre que aún respira y cuyo cuerpo malherido yace ensangrentado en el suelo junto a las vías del tranvía.
Confundido con un mendigo, el anciano moribundo fue trasladado en ambulancia al Hospital de la Santa Creu, lugar al que llevaban a todos los vagabundos y pobres sin familia de la ciudad. Dos días después de ingresar en el hospital y como consecuencia del fatal accidente, moría en una desangelada y pequeña habitación y sin descendencia alguna.
El septuagenario que había fallecido sin pena ni gloria era Antoni Gaudí i Cornet, el arquitecto que desde hacía más de 12 años trabajaba, entregado en cuerpo y alma, en las obras del gran templo expiatorio de la Sagrada Familia, llamada en ocasiones de manera despectiva «la catedral de los pobres».
El día del sepelio, el sábado 12 de junio, fue una fecha triste para los numerosos habitantes de Barcelona que seguían el cortejo fúnebre recorriendo las calles desde el Hospital de la Santa Creu hasta la Sagrada Familia, en cuya cripta iba a ser enterrado el anciano.
Un absoluto silencio acompañó durante todo el recorrido a la comitiva. Era la mejor manera que la ciudad tenía de dar el último adiós a uno de sus héroes populares.
Antoni Gaudí había nacido 74 años antes en la población tarraconense de Reus -por aquel entonces, la segunda ciudad más importante de Cataluña en número de habitantes y uno de los centros comerciales e industriales más activos del sur de Europa- y durante toda su vida dos calificativos habrían de acompañarle siempre: el de genio y loco.
Para muchos de los coetáneos que vieron materializarse las formas imposibles que una fantasía sin límites había concebido y que un profundo racionalismo y conocimiento arquitectónico habían hecho realidad, el arquitecto catalán no era más que un demente con aires de grandeza.
En cambio, otros -no demasiados- supieron apreciar toda su genialidad, maestría y particular visión constructiva, y disfrutaron de su obra siendo conscientes de que abrió las puertas a innovadoras corrientes arquitectónicas y del lenguaje personal que creó.
El 25 de Junio de 1852, el humilde hogar de una familia de caldereros, la del matrimonio Gaudí Cornet, recibía al quinto y último de sus hijos: Antoni Plácid Guillem Gaudí i Cornet.
Antes habían nacido Rosa (1844-1879), María (1845-1850), Francesc (1848-1850) y Francesc (1851 -1876). Antoni fue el único que sobrevivió a sus padres, puesto que al resto de los hermanos la muerte les sobrevino muy jóvenes. La única que tuvo descendencia fue Rosa, que se casó y tuvo una hija: Rosa Egea Gaudí.
Antoni, a pesar de llegar a anciano, presentó desde bien pequeño una naturaleza enfermiza que marcó profundamente su infancia y le acompañó durante toda su existencia, condicionando frecuentemente sus hábitos de vida, como el tener que seguir una estricta dieta vegetariana o pasear siempre que le fuera posible.
Desde los cinco años el hijo pequeño de los Gaudí Cornet sufría fuertes dolores que lo obligaban a quedarse en casa largos períodos de tiempo. La artritis articular que los médicos le habían diagnosticado le impedía, a menudo, caminan o bien le obligaba a haberse de desplazar en muía, por lo que a diferencia de los niños de su edad, el pequeño Antoni debió ejercitar su imaginación para hacer frente a las imposiciones que su enfermedad le dictaba.