La propuesta cultural del Renacimiento italiano suponía un enfrentamiento con el olvido y la dispersión. La reconstrucción iba a ser laboriosa. Era preciso reunir los datos que completaran una imagen de la arquitectura perdida. Los hombres cultos recorrían las ruinas de la antigua Roma y relacionaban los datos obtenidos con el tratado de Vitruvio, arquitecto romano que, gracias a la supervivencia de sus escritos, conoció la fama y la fortuna que nunca tuvo en vida. El Renacimiento rescató así el clasicismo romano; Grecia permanecía aún velada y ensombrecida.
Durante los siglos XV y XVI, mientras desenterraba ruinas, Italia construía nuevos edificios en los que ampliaba el ámbito de los elementos arquitectónicos clásicos y establecía las reglas para el uso de los órdenes. Todo edificio al que se quisiera dotar de dignidad debía llevar impreso el sello clásico. El conjunto de cinco órdenes romanos quedó inmutable, su autoridad no podía discutirse.
Solamente ampliando las combinaciones de sus elementos podían hallarse motivos nuevos. Otra aportación del Renacimiento fue la fusión de los elementos de la arquitectura civil romana, las obras de ingeniería, con el sistema cerrado de los órdenes: el uso de piedras de «almohadillado» en muros, columnas y frontones. Mientras tanto, el espíritu renacentista se extendía por toda Europa. Los sistemas arquitectónicos del Gótico, que habían hundido sus raíces con más fuerza en tierras del norte, fueron sustituidos gradualmente por el complejo sistema del nuevo clasicismo. A medida que la nueva mentalidad crecía, el Gótico no sólo fue desarticulado, sino incluso repudiado, pasando del desprecio al olvido. El Renacimiento llamó al Gótico «edad oscura».
El clasicismo romano quedó identificado con el buen quehacer arquitectónico, reanudando así el curso de la tradición, llamando nuevamente a la Antigüedad edad de oro. La tradición clásica, que había arraigado con fuerza en toda Europa, se intensificó a lo largo del siglo XVÍÍ. Barroco es el nombre con que se ha designado el período comprendido entre el Renacimiento y el cambio de gusto general producido hacia la mitad del siglo XVIII. El Barroco significa «deforme», pero pertenece igualmente a la tradición clásica; es aquel momento de la tradición que parece explorar sus propios límites. Los arquitectos barrocos construyeron con las normas básicas del clasicismo un laberinto de referencias cultas al pasado, a un pasado que, además de los antiguos, contaba ya con otras autoridades, como Miguel Ángel o Palladio.
El Barroco hace difícil su identificación con el clasicismo debido a la densidad ornamental y a la exageración de las formas, pero no acostumbra transgredir las normas clásicas fundamentales. Sin embargo, la preocupación general de la arquitectura barroca sufrió una desviación hacia cuestiones de configuración del espacio y de su envoltura dando lugar a fluctuaciones ondulantes y dinámicas que nunca había conocido la arquitectura. Al desplazarse el centro de gravedad de la cultura europea de Italia a Francia comenzaron a escucharse las primeras críticas hacia el Barroco, ya en el mismo siglo XVII. Esas voces anunciaban un cambio de sentido en la tradición clásica, eran protestas contra la corteza grandilocuente y fatua del Barroco a la vez que sugerían la necesidad de un nuevo entendimiento de la verdad fundamental del clasicismo: aquella armonía comedida de sus proporciones y su autenticidad constructiva. Llamada por este afán de simplificación, Grecia emergió de nuevo de su naufragio secular. El siglo XVIII, que fue tiempo de viajeros, hizo de las ruinas griegas meta de viaje; viaje que podía convertirse en aventura si en el camino se cruzaban las fronteras de Oriente.
Y como todo impulso guiado por la curiosidad casi siempre encuentra algo más de lo que busca, el siglo XVIII descubrió las bases de un conocimiento histórico amparado en fechas y lugares, sustituyendo la veneración incondicional por la aproximación científica al pasado. Movidos por la nostalgia del origen de la cultura clásica, los ilustrados descubrieron las verdaderas razones de la historia.
El gusto neoclásico se inclina por la pureza del dórico y del jónico, y es más arqueológico que innovador. Los edificios capitales de la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX volvían a recrear imágenes de Grecia, aunque estaban separados de ella por más de veinte siglos. Pero el nuevo espíritu historicista significó el fin de la tradición clásica: el correcto conocimiento del pasado ordena con frialdad las diferentes concepciones arquitectónicas de los pueblos y de los tiempos. Perdida la pasión por los antiguos, dejaron de tener sentido las condenas de los distintos estilos arquitectónicos. Los hombres cultos reconocieron a partir de entonces el valor del Gótico y el de las producciones más primitivas, e, incluso, se dejaron seducir por arquitecturas lejanas y exóticas. El clasicismo se dispersa, antes de desaparecer, en un catálogo donde ocupa una página más al lado de los múltiples rostros posibles de la arquitectura del siglo XIX.
El XIX fue un siglo atareado, y su quehacer arquitectónico se centró en un amplio abanico de nuevos problemas, ajenos en su mayor parte a los que ofrecía el clasicismo. A la pérdida de fuerza de la tradición clásica, siguió inevitablemente la crítica. Los nuevos criterios teóricos de los arquitectos de este siglo se enfrentan a la práctica del clasicismo en el siglo anterior. Los modernos no condenan la remota Antigüedad, sino los desvarios clásicos de sus predecesores que habían tomado en préstamo un capítulo de la historia: anacronismo y falsedad. Sin embargo, hacía tantos años que el clasicismo se identificaba con la arquitectura creando un río profundo de influencia, que quizá ya era imposible olvidar.
¿No queda nada de clasicismo en la arquitectura de Le Corbusier? Y, todavía a principios de este siglo, el uso inocente de lo clásico en construcciones domésticas de casi todas las ciudades occidentales, ¿no habla de la Antigüedad aun sin saberlo? Un último destello de la tradición clásica, en versión más irónica que reverencial, se desprende del uso de algunos de sus elementos característicos, como un capitel jónico o un frontón palladiano, en obras de la más reciente arquitectura, arquitectura que se llama a sí misma posmoderna. Una sonrisa marca el último encuentro de la arquitectura y el clasicismo.

Volver a Notas de Arquitectura