Esta creación del «sintetismo» corresponde con tanta exactitud a las ideas de la época que, al celebrarse la Exposición Internacional de 1889, algunos artistas allegados a Gauguin organizan una importante exposición del «Grupo impresionista y sintetista» en el café Volpini, en el Champ de Mars, reuniendo a nombres tales como Gauguin, Bernard, Émile Schuffenecker, Charles Laval, Louis Anquetin, Louis Roy, León Fauché, Georges Daniel (de Monfreid) y Ludovic Némo.
En sí misma, la exposición fue importante por el interés que suscitó, especialmente entre los artistas jóvenes, pero sus resultados fueron nulos en lo que a la venta se refiere.
Gauguin, cada vez más forzado por la necesidad de ganarse la vida, siquiera modestamente, prepara su marcha de Francia como una evasión para lanzarse al descubrimiento de un paraíso en el que la vida sea más fácil y el dinero casi inútil. Transcurren todavía algunos meses, hace gestiones para conseguir una reducción del precio del viaje, vende treinta telas en las subastas del Hotel Drouot para pagarse el pasaje, y se celebra un banquete en honor suyo el 23 de marzo de 1891 al que asisten una cuarentena de artistas y poetas. Finalmente, Gauguin embarca el 4 de abril de 1891 hacia Tahití, provisto de una carta oficial del Ministerio encargándole una seudomisión que le permitiría disfrutar de ciertas facilidades durante los primeros días de estancia.
Aquí da comienzo la gran aventura.
¿Qué va a buscar Gauguin en las antípodas? ¿Qué encontrará allí? ¿Con qué armas cuenta para enfrentarse con el mundo nuevo en que se introduce con más entusiasmo que resignación, ya que las dificultades materiales, que tanto le han acosado durante años, en lugar de abatirle han exaltado su afán de libertad, su fe en la misión del artista, y le han preparado para la soledad?
En el plano social y moral, llega con sus ilusiones intactas, aunque un poco sorprendido y fascinado de que la carta de recomendación del Ministerio le valga ciertas atenciones en cuanto desembarque.
Gauguin está convencido de que inicia una nueva vida, junto a aquellos buenos salvajes que no sufren todavía las taras de nuestra civilización. Al principio, los hechos parecen darle la razón. Es bien aceptado, al menos aparentemente, por los representantes de la administración que le creen realmente encargado de una misión y que, en consecuencia, temen su juicio. También es bien acogido por los oficiales de la guarnición que han venido a recibir a su nuevo jefe que ha hecho el viaje con él. Incluso es presentado al rey Pomaré, soberano de la isla, quien espontáneamente le da muestras de viva simpatía, lo cual le permite alimentar en seguida grandes ilusiones.
Su entusiasmo corre parejas con su candor; la realidad no tardará en poner las cosas en su sitio. A los pocos días de su llegada, muere el rey y, después de las ceremonias del entierro, Gauguin empieza a comprender que los primeros contactos con aquel mundo nuevo le han ocultado otras verdades menos agradables.
Pronto tendrá ocasión de comprobar que la aceptación de las mezquindades de los hombres civilizados resulta allí tan difícil, o quizá más, que en su propio país; que el dinero continúa siendo tanto o más necesario y corruptor; que la administración es tan puntillosa o más; que en el plano intelectual -y sobre todo en el artístico- los europeos, aún en las colonias, siguen sometidos a la rutina.
Vuelve a iniciarse la agobiante lucha, esta vez con un telón de fondo de paisajes extraordinarios, una naturaleza de exuberante riqueza, en la que redescubre un algo de sus sueños, una naturaleza generosa para quienes la conocen de verdad y saben aprovecharse de esta generosidad.
Gauguin no halla en sus relaciones con sus compatriotas la paz que ha venido a buscar, pero serán menos los sinsabores junto a los maorís, cuyas costumbres responden a sus esperanzas. En cuanto puede, se aleja de todo lo que le recuerda Europa y procura integrarse a la vida local. Abandona pronto la ciudad y se instala en un pueblo, donde se familiariza con los indígenas e incluso toma como compañera a una de ellas.
Se habitúa con bastante rapidez a sus costumbres, se esfuerza por comprender su religión, analiza sus alegrías y emociones, intenta iniciarse en su lenguaje. Las etapas de esta iniciación las consiguió Gauguin un poco más tarde con el título de Noa-Noa, y en este texto se percibe la curiosidad afectuosa con que se ha insertado en este nuevo universo, predispuesto a aceptar su moral, su fe, sus ingenuidades, sus costumbres cotidianas, impregnadas de seriedad y de buen humor. En el plano humano, pues, Gauguin ve confirmada su hostilidad hacia la civilización y aprende rápidamente las costumbres y los gustos de una sociedad primitiva que corresponde con bastante exactitud al ideal que se había forjado.
Nafea Faa Ipoipo o ¿Cuándo te casas? de Paul Gauguin (Colección R. Staechelin, Basilea). En esta obra, una vez más, Gauguin captó el hechizo primitivo. El artista recomendaba a sus seguidores: «No pintéis de forma realista. El arte es una abstracción, extraedlo de la naturaleza soñando ante ella». La realidad de esta obra es que no había en la isla de Tahití estas muchachas tan bellas; su belleza era producto de la imaginación del artista.