La revolución arquitectónica que se produjo en el siglo paralelamente a la mutación de la sociedad, se puso de manifiesto tanto por una renovación técnica como por la aparición de nuevas teorías. Esas técnicas modernas fueron la consecuencia de la disponibilidad de nuevos materiales estrechamente ligados a la Revolución industrial: fundición, hierro, acero y hormigón armado. A su vez, las nuevas teorías provenían directamente de la ideología racionalista, que era la de la clase dirigente.
Esta estrecha correspondencia entre revolución arquitectónica y Revolución industrial resulta más patente si recordamos que los pilares de fundición, elementos fundamentales en la primera fase de la arquitectura metálica, fueron inicialmente utilizados en los talleres textiles para sustituir las vigas de madera del techo que, por su poca resistencia, exigían un excesivo número de pilares de apoyo, con lo que estorbaban la colocación de las máquinas y la circulación de los obreros.
Recordemos también que la carpintería metálica surgió a consecuencia de una huelga de carpinteros de obra, con lo que las fábricas de Le Creusot tuvieron la idea de remplazar el maderamen por viguetas de hierro.
A partir de ese momento, el mecánico sustituirá progresivamente al albañil, del mismo modo que el ingeniero suplantará al arquitecto. Mecánicos e ingenieros serán los favoritos de la civilización industrial, en tanto que los albañiles y arquitectos aparecerán como hombres del pasado. El hecho de que la mayoría de arquitectos del siglo XIX y gran parte del XX se opusieran decididamente a esas modernas técnicas y a esos nuevos materiales, aferrados a la tradición de una arquitectura surgida del Renacimiento, contribuyó a acreditarlos como pasados de moda, mientras los ingenieros, con sus puentes, estaciones de ferrocarril y pabellones de exposiciones, se iban imponiendo como los constructores del futuro.
Dado que la facilidad del transporte era indispensable para aquella naciente civilización industrial, no debería sorprender que la vanguardia de la construcción metálica se concretara inicialmente en la construcción de puentes que franqueaban espacios cada vez mayores. Desde el puente sobre el río Severn (Gran Bretaña) de un solo arco de fundición, con una luz de 30 metros, construido en 1779, o el viaducto de Garabit, realizado por Eiffel en 1882, con una luz de 165 metros, se han sucedido ininterrumpidamente las hazañas técnicas en la construcción de puentes.
Indudablemente, los puentes suspendidos son lo más espectacular que la técnica moderna ha llevado a cabo. Aunque el primer puente suspendido se construyó en 1740, en Inglaterra, sólo en 1801 James Finley, de Estados Unidos, comprendió todos los recursos que ofrecía. En Inglaterra, el primer gran puente suspendido, el Manai Bridge, fue construido en 1815. En Francia, Marc Seguin construyó, en 1823, el primer puente suspendido en Tournon, sobre el río Ródano.
Además de los puentes metálicos, los otros dos productos arquitectónicos del mundo industrial y comercial del siglo XIX son los grandes almacenes y los pabellones de las exposiciones universales.
Como concepción innovadora del comercio, la epopeya de los grandes almacenes se inicia en 1852 con la apertura del Bon Marché, en París. Pero este primer almacén resultaba aún empírico. La construcción arquitectónica racional de los grandes almacenes empezará más tarde, y precisamente con este Bon Marché, para el cual el arquitecto L. A. Boileau y el ingeniero Eiffel crearán un conjunto que parece inspirado en Piranesi, de viguetas de hierro y cristales, permitiendo que por primera vez un raudal de luz penetrase en el interior de un almacén. También en París, el Printemps reconstruido por Sédille en 1881, será durante mucho tiempo un prototipo por su espacio abierto desde la planta baja hasta el techo.
