De todos modos, los grandes edificios italianos de puro estilo cisterciense no tienen diferencias con los que se levantaron simultáneamente en Francia y España. Las iglesias de tres naves abren sus puertas con archivoltas decoradas de simples molduras; en el interior, los pilares se levantan sencillísimos, con las columnas adosadas en que se apoyan los torales; por fuera, el único elemento que sobresale del conjunto de edificios es la torre octogonal del cimborrio de la iglesia, que puede distinguirse desde lejos. La regla de San Benito está interpretada al pie de la letra: un espíritu de austeridad artística domina en los monasterios del Cister, rodeados de granjas y explotaciones agrícolas.
Existía así poca diferencia entre un monasterio y otro. Los monjes repetían en la casa filial la misma disposición y las mismas formas de la casa matriz, y, como siempre sucede en arte, la repetición continuada de un tipo fijo iba conduciendo a la perfección, y como siempre también, no queriendo hacer premeditadamente nada nuevo, se iban produciendo las más grandes novedades. Si se comparan los interiores de dos iglesias cistercienses sorprenden las insignificantes diferencias que existen en la disposición general y en cada uno de sus elementos: los pilares tienen casi la misma sección, y las molduras son idénticas.
La sala capitular tiene siempre una forma cuadrada, dividida en nueve tramos de bóvedas por arista con cuatro pilares en el centro. El refectorio es una sala rectangular, con una tribuna para el lector y una fuente en el centro.
Las iglesias de Poblet y Veruela, en España, tienen casi una misma planta, lo cual no es de extrañar, porque ambas fueron construidas por monjes franceses. Los de Veruela procedían de Scala Dei, en Gascuña; los de Poblet, de Fontfroide, en el Languedoc; y ambos repetían el tipo de iglesia de la casa matriz de Claraval. Se conocen exactamente los detalles de la fundación de Veruela, cerca de Tarazona, por el noble don Pedro de Atares, quien, perdido en el Moncayo, decidió por inspiración de la Virgen fundar allí un monasterio. En cambio, resultan más oscuras la fundación de Poblet y su historia, hasta que, en 1149, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV logró que se trasladaran allí trece monjes de Fontfroide encargándoles de reformarlo según el nuevo espíritu de la regla cisterciense.
Además de estos dos mayores, tenemos en España muchos otros monasterios cistercienses. En Cataluña, los de Santes Creus (construido de 1174 a 1225) y Vallbona de les Monges; en Navarra, el de La Oliva; en León, el de Moreruela, fundado directamente por los monjes de Claraval; en Castilla, el de Las Huelgas, y en Portugal, el de Alcobaça, también descendiente directo de Claraval, cuya edificación fue iniciada en 1158 y terminada en 1223.
En Inglaterra había dieciocho monasterios cistercienses fundados por los cenobios franceses o sus casas filiales; en Alemania más de cuarenta, once en Austria, y hasta seis en Suecia y Noruega. Cada uno era un centro de difusión de las formas semigóticas de las bóvedas borgoñonas, con arcos torales apuntados y bóvedas por arista. De estos monjes cis-tercienses aprendieron los arquitectos laicos de las iglesias góticas, y así la aparición de las magníficas catedrales góticas nórdicas ya no parece tan misteriosa. Los monumentos cistercienses son el anillo de transición entre la iglesia románica, de bóveda cilindrica de cañón, y la iglesia gótica, con bóvedas ligeras sostenidas en el aire por contrafuertes.
También en España los cistercienses contribuían a la dirección de las catedrales de transición, como las de Sigüenza, Tarragona y Lérida. El claustro de la catedral de Tarragona, de principios del siglo XIII, es casi idéntico al del monasterio de Fontfroide, contemporáneo suyo. Todos los claustros cistercienses se caracterizan por tener una serie de arcos de descarga bajo los que se cobijan grupos de arcos de medio punto. La diferencia está en el ritmo creado por el número de arcos de medio punto que corresponden a cada arco de descarga: dos en Poblet y Le Thoronet (Provenza), tres en la catedral de Tarragona y en Valí -bona, cuatro en Fontfroide (Languedoc). En Francia, la influencia cisterciense sobre los arquitectos laicos de catedrales queda confirmada en un arquitecto francés del siglo XIII, Villard de Honnecourt, que en su álbum copió las plantas de dos iglesias del Cister.
La difusión de los estilos de las Órdenes de Cluny y del Cister fue acrecentada con recursos algo ajenos a los propósitos primitivos. Restaurando la disciplina en cenobios relajados, no se hubiera producido el gran furor constructivo que acompañó a ambas reformas. Cluny se hizo campeón de la uniformidad de la liturgia, imponiendo el misal romano en sustitución de los ritos provinciales. Para fundir la cristiandad en un mismo espíritu, estimuló la devoción de las peregrinaciones, haciendo que desde los más excéntricos países de Europa fueran peregrinos a Roma y Santiago.
Viajando por las calzadas de las rutas de peregrinación, los devotos viandantes encontraban aposento en las casas que dependían de Cluny, y admiraban las excelencias del estilo cluniacense. Esto explica la internacionalidad del arte cluniacense. El imperio monástico de Cluny, con sus casas distribuidas por toda Europa, produjo una primera impresión de europeísmo religioso, que tuvo alcances políticos. El Papado, sostenido por Cluny, recobró su fuerza perdida.
Aunque en apariencia reducida a una mera revolución monástica, la reforma del Cister traspasó sus límites fomentando las Cruzadas. El propio San Bernardo predicó la Segunda Cruzada en 1146 por encargo del papa Eugenio III (un monje cisterciense, por cierto, que el año antes había sido elevado al solio pontificio). La conquista de Tierra Santa tenía en su origen un carácter de estricta devoción, pero resultó también un fundente político, y muchos de los métodos de la técnica constructiva de la arquitectura cisterciense se emplearon en la obra de los castillos de los cruzados.
Para participar en los movimientos laicos de la peregrinación y las Cruzadas, tanto Cluny como el Cister tuvieron que suavizar el rigor de sus reglas. Los cenobios cistercienses aceptaron algo de decoración, aunque fuera simplemente de enlazados geométricos y de hojas estilizadas. Nunca las construcciones cistercienses llegaron a tolerar las fantasías decorativas del estilo de Cluny, pero no se redujeron al simple esqueleto de piedra que tenía que sostener una cubierta, como parece que era el ideal de San Bernardo. Lo mismo ocurrió con la pintura, y en los libros se hicieron maravillas.

Volver a Arte románico