Pero en el arte de trabajar los metales, lo que más caracteriza la escuela francesa románica son los esmaltes de la región de Limoges, de los que se hizo un comercio extraordinario. En esta época, muchos ornamentos litúrgicos, y aun altares de cierto valor, eran esmaltados, porque los artistas de Limoges abandonaron la técnica costosa y difícil de los esmaltes cloisonnés bizantinos, en los cuales el color vitrificante ocupa las casillas formadas de antemano con planchas de oro.
En lugar de esa técnica bizantina del tabicado, que forma un verdadero mosaico de esmalte, los artesanos de Limoges aplicaron el esmalte en una capa gruesa sobre una superficie de cobre. Las planchas, rebajadas de antemano, se recubrían de pastas vitreas muy espesas para que, al semifundirse en el horno, no llegaran a hacerse tan líquidas que se desparramaran y perdieran el dibujo.
A esta clase de esmaltes se le llama champlevé, porque no tienen los cloisons, o depósitos, como los esmaltes cloisonnés bizantinos y en su lugar tienen los campos, para los colores surlevés o levantados. Después de esmaltadas, estas planchas eran unidas hábilmente por los artistas, que sabían soldar el bronce sin estropear el esmalte, y con varias piezas formaban cajitas y relicarios.
El labrado de los marfiles continuó en Francia la tradición carolingia, y se conservan abundantes placas para decorar encuadernaciones de libros, de bello estilo románico. También son de origen francés varios cuernos de caza, hermosamente labrados en colmillos de elefante (olifants) y cubiertos de ornamentación formada por figuras y hojas decorativas, así como notables piezas labradas de ajedrez.
Los magnates y los obispos románicos usaron principalmente telas orientales, pero se conserva en la catedral de Bayeux uno de los más importantes monumentos del arte del bordado, que es, precisamente, de esta época. Es el llamado tapiz en que -según la tradición- la reina Matilde, esposa del duque Guillermo, el conquistador normando de Inglaterra, bordó los episodios de la conquista. Se trata de una larguísima banda de enorme interés histórico, pues es contemporánea de los hechos que describe (1066). Con todo lujo de detalles y con la ayuda de inscripciones en latín, como en las modernas bandas ilustradas, se describen todas las peripecias de aquella aventura en que la batalla de Hastings dio Inglaterra a los normandos.
Deberíamos haber concedido por lo menos una ligera atención al arte de la miniatura. Pero en la época románica el libro, objeto de principal interés en la época carolingia, sufre una especie de disminución de valor, o por lo menos experimenta en Francia el arte de la miniatura un retroceso, mientras que en Inglaterra, por un lado, y por otro en las tierras de lo que antes fue el Imperio Carolingio, como en la región del Rin e incluso en la Baja Sajonia, el cultivo de aquel arte es aún muy vigoroso en algunos de los grandes monasterios.
El contraste que entonces se observa entre el arte francés de la miniatura y el de la esmaltería o de la vitriaría, tan florecientes, puede explicarse teniendo en cuenta que los textos de polémica y dialéctica no se prestan tanto a la decoración. Donde se encuentra un eco en forma plástica de las controversias de las escuelas es en los capiteles de los claustros. La escultura es el arte que sirve para ilustrar con relieves llenos de agitación y de vida el saber de aquel período.
En realidad, la época románica es un amanecer con luces crepusculares; apreciamos más los bultos que los detalles, que no se distinguirán de modo preciso hasta la plenitud del gótico.

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