Arte clásico y erotismo

Las posturas eróticas

El «abuso oral», atribuida su maestría a las mujeres de Lesbos, es visto como muy degradante para el que lo practica como partenaire pasivo, tanto en Grecia como en Roma. Por eso las mujeres han de ser obligadas. Si el sexo oral de la mujer hacia el hombre es considerado condenable y rara vez lo muestran las imágenes, y eso que ellas están en su papel de dominadas y sumisas, mucho más su contrario, en el que el hombre se convertiría en el sujeto pasivo, envilecido y contaminado. En las imágenes el cunnilingus jamás se muestra en Grecia, y en rarísimas ocasiones lo encontraremos en Roma, donde será una provocadora escena de transgresión, cómica e irónica. Aparece por ejemplo en una imagen de las termas suburbanas de Pompeya, que comentaré más abajo. Y el tema, ridículo hasta el extremo, se encuentra alguna vez en las comedias. Aristófanes, por ejemplo, inmortaliza al inventor de semejante práctica: «... tiene éste un hermano que por su conducta no parece familiar suyo, Arifrades, que es un pervertido y además quiere serlo. Y no es sólo que sea un canalla, en cuyo caso ni lo habría mencionado, o un auténtico hijoputa, sino que ha inventado algo nuevo. Envilece, en efecto, su lengua en vergonzosos placeres; en el prostíbulo se afana hurgando en los conos y lame el flujo que expulsan, llenándose de él los bigotes».
Y aún hay algo más que, a pesar de la aparente libertad de las imágenes, un griego o un romano no muestra jamás: la masturbación. Me explico. Es cierto que vemos mujeres manipulando dildos u ólisboi en algunas imágenes, probablemente de carácter jocoso, e igualmente encontramos sátiros que, escondidos y agachados, se masturban. Pero son sólo eso, mujeres y sátiros, cuerpos antisociales. El problema no es de nuevo la práctica en sí, sino lo inconveniente del acto de un hombre ante la mirada pública. Diógenes el cínico se masturbaba en el agora, en la plaza de Atenas, para molestar a sus conciudadanos y relacionaba, algo muy característico del pensamiento griego, las dos necesidades humanas: ¡ojalá se pudiera calmar el hambre sólo con frotarse el vientre! Satisfacer una necesidad básica no es malo ni reprochable, siempre que no se haga en exceso y se convierta en un vicio. Los griegos pensaban que el cerebro, el tuétano, la médula espinal y el semen eran la misma sustancia: la esencia vital. Naturalmente, un hombre cabal no debía desperdiciar estos preciosos fluidos corporales cuya pérdida en exceso podría llegar a producir la sequedad del cerebro.
Uno sólo tiene necesidad de masturbarse si su libido le ha dominado, como a los sátiros, o no tiene acceso a las mujeres, corno los esclavos. Así, la masturbación es un acto propio de estos personajes inferiores, cuya ínfima categoría mental se asocia en el pensamiento visual a determinadas actitudes físicas que no son en absoluto adecuadas para un hombre civilizado.
Agachados, en cuclillas, de rodillas, sentados con las piernas abiertas, así se presentan en público sátiros y siervos [5], [29] y [30]. La cultura visual griega era muy sensible al aspecto noble e innoble, heroico o cobarde, activo o pasivo de las posturas. ¿Cómo se plantea pues el problema en términos visuales en el caso del erotismo? ¿Cómo se resuelve el problema de preservar la dignidad iconográfica cuando se dibuja, se esculpe o se pinta a una pareja copulando?
En el medallón de una copa de Duris, hacia el 480 a. C., un hombre copula a tergo, la postura más popular en las imágenes griegas, mientras la mujer se sujeta a un taburete encima del que ha quedado depositada la ropa [52].Tras la pareja, la pata y la almohada de una kline, el lecho, nos sitúan en el interior de una habitación e insinúan lo inútiles que resultan a veces los muebles. De la boca del hombre brotan unas palabras hacia abajo: «¡Estáte quieta!».
El hecho de que esta postura se repita una y otra vez en las imágenes eróticas de griegos y romanos ha producido un animado debate. Se ha explicado por una cuestión de costumbre: los hombres mismos se habían iniciado de esta manera en la relación pederástica, o porque así se favorece la distancia emocional entre los dos sexos, o bien porque la penetración anal se utilizara para preservar la virginidad o como anticonceptivo o, incluso, que se adoptaba esta postura por la falta de muebles lo suficientemente cómodos para hacerlo de otra manera. Se sugieren muchas explicaciones «reales», pero siempre basadas en las imágenes entendidas como espejos de un comportamiento cotidiano.
Tal vez podríamos pensar que se trata además de una preferencia iconográfica. Al representar de esta manera el acoplamiento, el hombre adopta una postura digna y un papel activo, positivo, y la figura de la mujer se caracteriza por el no-movimiento, la sumisión y la pasividad que le corresponde, y que se le ordena.
Esta postura es una de las que cita Lisístrata en el juramento que hace pronunciar a las mujeres para ir a la huelga de amor: «Ningún amante ni marido se me acercará con la polla tiesa. En casa pasaré la vida castamente vestida de azafrán y bien arreglada de modo que mi marido se caliente al máximo por mí.
Nunca cederé voluntariamente a él y si me obligara por la fuerza, contra mi voluntad, me entregaré de mala gana y no me apretaré contra él, no levantaré mis sandalias hasta el techo ni me pondré como una leona encima de su rayaquesos»'3'. En la postura de la leona el hombre queda de pie o con las rodillas ligeramente flexionadas, de la misma manera que se acerca el erastés al crómenos en el sexo intercrural, mientras que la mujer, de espaldas y agachada, queda en una postura innoble nada comparable a la digna posición erguida del muchacho en la relación homosexual. Basta comparar las distintas actitudes entre las figuras [45] y [49] con [51] y [52].
En la primera postura de Lisístrata, la de las sandalias hacia el techo, hay un cambio; se favorece la relación cara a cara, un encuentro entre semejantes. En el detalle de un vaso de figuras negras vemos una mayor comunicación entre los dos amantes que se miran a los ojos [53]. Este tipo de acoplamiento se muestra con más frecuencia a partir de mediados del siglo V a. C. Por ejemplo, en el medallón de una copa de figuras rojas [54] donde un hombre abraza a una mujer y sujeta con ternura su cabeza mientras se miran. Su boca abierta parece estar diciendo algo que se sospecha más amable que el «¡Estáte quieta!» de la copa anterior. Pero en esta posición encontramos de nuevo una actitud masculina mucho más viril y digna que la poco favorecida pose femenina. En más de una ocasión se ha visto esta postura como humillante, peyorativa e incómoda para las mujeres, ya que se comprime la caja torácica y se dificulta la respiración. Al margen de que pueda resultar más o menos cómoda o más o menos intensa en términos reales, en términos visuales la alternativa para un encuentro cara a cara hubiera sido la postura del misionero, que ciertamente no se suele representar. La confusión iconográfica con los dos amantes tumbados, uno encima del otro, hubiera dejado la imagen sin fuerza erótica, los órganos sexuales ocultos y un resultado visual poco estimulante. Además, al copular desde una posición destacada y superior el hombre domina de forma natural a la mujer, y su postura, de pie o semitumbado con las rodillas flexionadas, está positivamente connotada en el arte griego; es la postura de la lucha o de la caza. Así combate por ejemplo Heracles al león de Nemea o se enfrenta Teseo con el gigante Cerción.
Dominación masculina encontramos otra vez en una escultura helenística. Los amantes adoptan la misma postura de las zapatillas hacia el techo, las piernas femeninas sobre los hombros del amante, sólo que aquí la chica no lleva sandalias porque es una cabra [55]. El dios Pan, mitad cabra también él, parece feliz con su apasionada compañera, que le devuelve una tierna mirada y cuya esforzada tensión corporal no parece revelar ninguna respiración dificultosa.
Un extraño y hermoso vaso del pintor de Shuvalov, una enócoe de Berlín de circa. 430 a. C., nos muestra una postura muy distinta, la de la mulier equitans [56]. Dos amantes se miran a los ojos con ternura, el muchacho está sentado en un klismós, pasivo, con los brazos caídos, adoptando el papel femenino, y la jo-vencísima mujer se va a sentar sobre él tomando el control, «haciendo de hombre». Se pensaba que las nymphai, las mujeres jóvenes solteras o recién casadas, eran especialmente ardientes y libertinas. Estas muchachas, salvajes potrillas, no domesticadas aún, no tienen inconveniente en asumir un papel que no les corresponde. En la imagen de esta jarra el pintor no se ha limitado a los esquemas convencionales; al contrario, se presenta la frescura con la que los dos jovencísimos muchachos se aman sin prejuicios.
Obsérvese qué distinto tratamiento se da del tema erótico en la imagen grabada en este espejo de bronce [57] un siglo más tarde. Él mantiene la postura erguida y digna, y ella, con sólo una mano y un pie apoyados en el suelo (la cama queda detrás para colocar la ropa), se esfuerza como una contorsionista. El hombre se ocupa de su placer, la mujer de lo demás. Conviene recordar aquí la forma en que los griegos utilizaban los métodos anticonceptivos. Parece que lo que se practicaba era la interrupción del coito. Pero, al contrario de lo que ocurre en los usos modernos, donde la emisión de esperma es responsabilidad del hombre, en Grecia el asunto de quedarse embarazada era cosa de mujeres. Ella debe estar atenta a la tensión eyaculatoria y, en el momento justo, aguantar la respiración y retirarse. De ella es el esfuerzo y la responsabilidad.

 

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