En el mundo griego la mujer pertenece a un espacio cerrado, al hogar. Su lugar está en las habitaciones sombrías del gi-neceo. El hombre se desenvuelve en el espacio público, en el agora, en la política y en los negocios. «Yo nunca me quedo en casa, porque mi mujer es muy capaz de dirigir sin ayuda de nadie los asuntos domésticos», responde Isómaco a Sócrates en el Económico de Jenofonte. La esposa de Isómaco es un modelo de virtud femenina, una adolescente casada con un hombre adulto, mayor de treinta años, como era la costumbre griega, y educada por su esposo; una muchacha ateniense que, como todas las demás, pasa de la casa y de la tutela del padre a la del marido. «Todavía no había cumplido los quince años, y hasta ese momento había vivido en una estricta vigilancia; debía ver y oír el menor número de cosas posibles, hacer muy pocas preguntas.» Ella debe ocuparse exclusivamente de la casa, del oikos, de los asuntos domésticos, de la oikonomía.
El silencioso y solitario espacio femenino conlleva un tiempo que difiere del ruidoso y concurrido ámbito masculino, un tiempo que se mide por los ciclos físicos, por los partos, los matrimonios y la muerte, no por las guerras o la actividad pública. Este espacio y este tiempo conducen a una velocidad distinta para cada género; lo femenino tiene un movimiento retardado, es en esencia inmóvil, estático, pasivo, mientras que lo masculino se define por un movimiento acelerado, dinámico y activo. Y así se va configurando la imagen paradigmática de la mujer hogareña, invisible y pasiva. Lo decente en Grecia era un cuerpo velado, una mirada baja y sumisa, una actividad confinada al telar y una actitud receptiva y no participativa ni en la vida pública ni en el lecho conyugal. La mujer ha de obedecer, el hombre mandar, como afirma aún Séneca. Tito Livio nos explica el porqué, y pone n boca de Catón su idea sobre las mujeres: «soltad las riendas a esa naturaleza incontrolable, a ese animal indómito, y esperad en vano que ellas mismas pongan límite a su libertinaje, si no lo hacéis vosotros».
La idea de las mujeres en esencia libertinas, incontrolables e indómitas procede de la Grecia más antigua. Los primeros textos misóginos los encontramos desde mediados del siglo VIII a. C. en palabras de Hesíodo: «No dejes que una mujer de trasero emperifollado te engañe con palabras engatusadoras y mimosas. Primero está tu granero. El hombre que confía en una mujer, confía en un engaño».
Él mismo nos cuenta el mito de Pandora, genos gynaikon, de la estirpe de las mujeres, la primera mujer, inventada y modelada con tierra, concebida por los dioses como un castigo y un mal para los hombres. El mismo horrible mal, la calamidad ambigua, que nos presenta en su catálogo de mujeres dos siglos más tarde Simónides de Amorgos, donde enumera algunos de los tópicos que sobre lo femenino tenían los griegos: «Crió Dios a la mujer, primeramente de entendimiento y juicio desprovista, de una cerdosa puerca: y por costumbre le hace siempre tener sucia la casa.
Reclinada en el suelo, se revuelca; jamás se lava, y de soez vestido cubierta, y asquerosa, siempre echada sobre el sórdido cieno engorda y crece». Continúa en su catálogo con la mujer-zorra, que es perversa, con la mujer-perro, iracunda y ladradora, la mujer-tierra, vaga, la mujer-mar, histérica, la mujer-asno, perezosa y promiscua, la mujer-comadreja, dañina y esquiva, la mujer-yegua, hermosa y lasciva, la mujer-mona, que da risa de lo fea que es; sólo se salva la mujer-abeja, prudente y laboriosa. Así, ya desde la época arcaica, en Grecia la mujer se concibe y se trata como un genérico mientras que el hombre se define como un ser individual. ¿Pueden las mujeres así pensadas despertar amor en un hombre? Se duda de ello. «Del verdadero Amor, nada en absoluto hay en el gineceo.Y yo afirmo que no es amor lo que vosotros sentís por las mujeres o por las doncellas, como tampoco las moscas sienten amor por la leche, ni las abejas por sus panales, ni los criadores de ganado y los cocineros tienen sentimientos amorosos mientras ceban a oscuras a los terneros y a las aves.»
Pero una mujer puede ser excelente, laboriosa y prudente como la mujer-abeja, la esposa de Isómaco o Penélope si es «educada» por el varón. La hembra humana es por nacimiento una fierecilla ingobernable, pero puede ser domesticada por el hábil hombre-domador. «Potra tracia, ¿por qué me huyes sin piedad mientras me miras a través de tus ojos y crees que no sé ninguna cosa sabia? Sábelo bien, bien te echaría yo el freno y sujetando las riendas te haría girar en torno de la meta del hipódromo. Pero ahora te apacientas en los prados y juegas saltando ligera porque no tienes un hábil jinete experto en caballos.»
Para domesticar a la mujer y conseguir su sumisión es útil a veces usar la violencia. Las imágenes de la cerámica griega muestran con mucha frecuencia escenas de raptos, de secuestros, e incluso violaciones. La más popular en la iconografía es la de Casandra, perpetrada por Ayax en la guerra de Troya. Estas escenas, o los mitos en que intervienen los dioses persiguiendo, engañando, raptando a las mujeres, implican la idea de la coerción sexual, una domesticación socialmente aceptada y que se encuentra ritualizada en el matrimonio, donde la mujer ha de aceptar un poder masculino en cuya elección ella no participa, y pasar así del estado salvaje de la virginidad al domesticado de esposa y madre.
Las jóvenes que se asimilan a potrillas o ciervas, que se apacientan en los prados, como cuenta Anacreonte, son las parthénoi o vírgenes. Ellas son seres indómitos, de una animalidad y belleza salvaje, algo que se percibe como muy deseable y que despierta el ansia «cinegética» en un cazador-soldado. Un personaje de Aristófanes encuentra agradable, en lugar de hacer la guerra, pillar «a esa tracia esclava de Estrimodoro, agarrarla por la cintura, levantarla en el aire, tirarla al suelo y desvirgarla». Una curiosa forma de hacer el amor y no la guerra desde nuestra óptica, pero quizá no tan extraordinaria e infrecuente en sociedades como la griega y la romana que, además de estar profundamente acostumbradas a la violencia de soldado, son además, y no conviene olvidarlo, esclavistas.
En el exterior de una copa de figuras negras vemos a un sátiro agachado y concentrado en obtener placer de una cierva que, inmóvil, aguanta doblando las patas traseras sin compartir mucho el entusiasmo de su compañero.

En el interior de una copa de figuras rojas, una mujer se apoya en cojines, tan inmóvil y poco participativa como la cierva, y, como aquélla, facilita el acto doblando las piernas mientras un hombre adulto y barbado que ha dejado su ropa y su bastón contra la pared adopta una postura semejante a la del sátiro.

La falocracia griega llega al colmo cuando es capaz de afirmar que los hijos sólo lo son del padre y no de la madre, y al concebir una medicina en la que el remedio para los males de una mujer, el fármaco de lo femenino, es un hombre. Esquilo pone en boca de Apolo: «la que es llamada la madre no es el origen de su vástago, sino sólo la que cuida del embrión recién sembrado. El macho -el que cabalga- lo engendró. La hembra, una extraña, guarda al hijo de una extraña si algún dios no lo daña». En el pensamiento médico griego, la actitud que muestre el hombre puede jugar un papel fundamental en la concepción. Así, por ejemplo, si el pene se encuentra profundamente hundido en la vagina se concebirá un niño; si menos, una niña. La tradición hipocrática nos dice que el hombre es seco y derecho, mientras que la mujer es húmeda e izquierda. Según Aristóteles, basta con atar el testículo derecho para que el semen no tenga carácter masculino y concebir una niña, o atarse el izquierdo y concebir un varón.
A pesar de que no tiene un gran papel la mujer en la concepción, sin embargo se creía que el placer femenino era necesario para la fecundación, ya que la mujer también eyacula, pero esta secreción, nos dice Aristóteles, depende de cada individuo. Cuanta más apariencia femenina tienen y más pálidas son, el fluido es mayor que en aquellas mujeres «morenas de apariencia masculina». Esta eyaculación femenina es producida por el útero, que los griegos concebían como un animal autónomo, con dos bocas, una inferior y otra superior, un cuello y labios. Las mujeres son sanguíneas y lascivas porque este animal que tienen en el vientre posee el deseo de procrear.
Una enfermedad característica y propia de las mujeres es la histeria, cuyo nombre deriva del griego hvstera, matriz. Los griegos creían que los síntomas de esta enfermedad eran entre otros: dolor en el pecho, respiración jadeante, nudos en la garganta, dolor en las ingles y piernas, y esto era producido porque el útero se secaba, perdía peso y se elevaba en busca de humedad, y buscaba alojarse en los lugares más mojados del cuerpo, como la garganta. La teoría del útero errante fue mantenida por los médicos durante muchos siglos. El tratamiento variaba desde vendajes para que no ascendiera el útero hasta fumigaciones fétidas por la nariz para hacer que bajara, y fumigaciones aromáticas por la vagina para conseguir que el zoon, el animalito que era la matriz, volviera a su sitio. Pero sin duda lo más efectivo era darle la humedad que necesitaba. ¿Qué mejor solución que el semen de un varón? Así, los médicos hipocráticos recomendaban: «esto es lo que debe hacer la viuda: lo mejor es quedar encinta. En cuanto a las jovencitas, se les aconsejará casarse». Y todo curado.