Salmanasar III ordenó labrar también una especie de pequeño obelisco de piedra negra que apareció en el palacio de Kalakh. Tiene unos tres metros de altura y es famoso por el interés histórico de sus relieves esculpidos el año treinta y uno de su reinado (827 a.C). En una de sus caras aparece el rey Jehú de Samaría, arrodillado y besando el polvo ante los pies de Salmanasar.
¿Quién reconocería en aquel pobre diablo humillado al rey Jehú, al que la Biblia dedica dos largos capítulos del Libro de los Reyes para ensalzar sus hazañas guerreras como ejecutor de los designios de Jehová?
Sin embargo, es indudable que aquel miserable príncipe postrado en tierra y sin armas es Jehú, el que según la Biblia mató a los reyes Joram y Ahazia y a la reina Jezabel, maldecida por el profeta Elíseo. En la inscripción del obelisco, Salmanasar dice de él simplemente: «Tributo de Jehú, hijo de Omri: plata, oro, vasos de oro, jarros de oro, plomo, estacas y lanzas recibí de él». Ya se puede suponer la sensación que causó entre los protestantes ingleses, todos inveterados lectores de la Biblia, el traslado de este monumento al British Museum a mediados del siglo pasado.
La plástica asiria está representada sobre todo en los relieves de sus palacios. Se trata de una versión oficial, es decir, cuidadosamente censurada, de las hazañas de sus soberanos.
Bajo aquel régimen dictatorial, los escultores -igual que los escribas- eran ejecutantes dóciles de la propaganda oficial dirigida. Los reyes asirios son siempre personajes altos y majestuosos, tan parecidos entre sí que los arqueólogos no saben reconocerlos cuando no hay las inevitables inscripciones. Los temas de estas formidables creaciones propagandísticas pueden agruparse en tres series: la guerra, la caza y las ceremonias religiosas.
Naturalmente, la guerra es el tema que se encuentra con mayor frecuencia. Los escultores ilustran con imágenes la misma ferocidad de que hacen gala los reyes asirios en sus relatos escritos: el monarca, a caballo o en su carro de guerra, atraviesa paisajes en los que se amontonan las ejecuciones, las matanzas en masa y las más horribles escenas de torturas. Largas filas de poblaciones deportadas, con mujeres y niños, son conducidas por los soldados a los campos de concentración y a los trabajos forzados.
Sargón en Jorsabad y Senaquerib en Nínive parecen proclamar satisfechos «¡Ay de los vencidos!» en las inacabables escenas de carnicería y de brutalidad. Assurnazirpal II en Kalakh hace ilustrar escenas que, además, describe con inscripciones como ésta: «Levanté un pilar a la entrada de la ciudad para colgar los pellejos de los príncipes a los que hice arrancar la piel. Algunas pieles estaban en el pilar, otras colgadas de estacas a su alrededor. A algunos rebeldes sólo los hice descuartizar».