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Historia del Arte

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Peter Paul Rubens (IV)

Quizá sea más interesante en este momento postrero recoger todo lo que había aún de virtualidad en esa mano serena que sabía controlar la «furia del pincel» (Bellori, hablando de Rubens). Se está haciendo referencia a los cuadros profanos: los mitológicos y los inspirados en temas populares flamencos; en fin, la invención del género del «paisaje espiritual», antecedente de Fragonard y, sobre todo, de Watteau.

Hay que analizar por partes. Así como Amberes es indispensable para la vista de conjunto, el Prado de Madrid es el gran tesoro de los más opulentos desnudos femeninos de Rubens: los dos Juicios de París (ya se ha aludido al antiguo), Las tres Gracias, Perseo liberando a Andrómeda (en que parece hay que ver también la mano de Jordaens), las Ninfas y sátiros, y el otro del mismo tema, alargado como un friso: las Ninfas sorprendidas por sátiros. Todos ellos exaltan la belleza femenina del cuerpo desnudo.
Es decir, Rubens «se expresa» por la mujer. Cierto que esas beldades parecen hoy casi obesas: no hay que olvidar que era el ideal de una época. Las virtudes rubensianas están en todas estas obras sin que nunca haya ruptura ni se note la violencia de una solución. Todo se articula claramente y, a pesar de la complejidad compositiva, todo se entiende como en un discurso bien llevado: el sentido plástico, el color claro, las sombras transparentes.

Hay, sin embargo, en Madrid un cuadro de Rubens que sobrepasa a su propia época: El jardín del amor. Aquí el pintor se transforma en adivino. Se trata de esa fabulación, entre vista y soñada, que prefigura a la sociedad refinada, curiosa y al mismo tiempo desencantada del siglo XVIII.
El Louvre de París, más ecléctico, además de la incomparable serie de María de Médicis posee también un cuadro impar como La kermesse, junto con La danza campesina (Prado) y el antiguo Hijo pródigo (Amberes).

Una palabra ahora sobre los retratos. Magníficos cuadros en sí, generalmente no son el fuerte de Rubens, quizás el más grande pintor «exterior» de la historia. En eso, precisamente, radica su modernidad. Rubens tiene algo de «prescindente» que lo acerca, por ejemplo, a Renoir y a Matisse. Los tres han cantado a la mujer casi como un pretexto. En ellos parece que fuera la «idea de mujer», el «eterno femenino» lo que mueve sus pinceles. Ahora bien: para pintar a la Mujer con mayúscula hay que pintar mujeres con minúscula. Rubens ha puesto muchas veces entre sus diosas a alguna de sus dos mujeres. Pero, más a menudo aún, ha representado sobre la tela un rostro y un cuerpo que son como la representación utópica de su ideal de belleza femenino. Fácil será comprender que un pintor así no sea un retratista «en profundidad».

El retrato es el género psicológico por excelencia y antonomasia. Es decir, un retrato que parezca un «tipo» será un buen cuadro, pero no nos dará nunca la impresión de la intimidad. En ese sentido, no hay más remedio que reconocer que, por definición, el genio mismo de Rubens no se prestaba a ese tipo de aventura. Con todo no hay que exagerar. Una serie de bellísimos retratos le son debidos: hay que citar entre los principales el del propio pintor con su primera mujer (Pinacoteca de Munich), en el cual se ve a la joven pareja en un jardín.

Otros autorretratos soberbios son, por ejemplo, el de Londres, en que el pintor posa esta vez todo de terciopelo negro. Los retratos de Brígida Spinola, entre los primeros cronológicamente, eran ejercicios de síntesis ítalo-flamenca. No hay que tomar, en cambio, al pie de la letra los de María de Médicis, gruesa matrona con papada, incapaz de inspirar si antes no se la somete a un proceso de «idealización heroica». Para representar a Enrique IV -que el pintor no llegó a ver nunca personalmente-, Rubens no hizo sino apoyarse en los testimonios de su compatriota Pourbus, que lo había pintado mucho. Los archiduques fueron pintados muchas veces a lo largo de sus vidas: con todo, no se acaba de prestarles vida propia a esos suntuosos cuadros. Más le inspiran ciertos hombres mayores con personalidad: los viste de negro, los presenta en escorzo mirando al espectador. A Isabella la pintó con amor; quizá su mejor retrato sea el de los Uffizi (1624 o 1625), en que aparece de raso oscuro con su doble collar de perlas.
pintura barroca
Retrato de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia de Rubens (Museo del Prado, Madrid). En este caso,el pintor también opta por contraponer un paisaje a la figura, que luce una indumentaria suntuosa.

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