Es Héléne Fourment la persona que más retrató Rubens, más que a sí mismo, a sus hijos o a su primera mujer. La ha visto en todas las formas. Quizá cuando más se comprenda su belleza es cuando el pintor la ha fijado en la tela ocupándose de sus niños. No se sabe cuál preferir de estos retratos, si el de Munich, en el que tiene al pequeño Frans en las rodillas (circa 1634), o el de París, en que, con sombrero, se muestra con dos de sus hijos (1636 a 1638). Esta última tela es una maravilla de factura. Nada es insistido, todo ha guardado una calidad abocetada que, inesperadamente, lo hace más misterioso y en todo caso más moderno. Otra vez ha pintado a Elena de pie, vestida de negro (colección Gulbenkian, Lisboa). En fin, también la cuñada, Suzanne Fourment, ha merecido un inolvidable cuadro, el llamado Le chapean de paule, de la National Gallery de Londres (1625).
Apenas si alguien ha propuesto en la lista de las obras completas alguna naturaleza muerta de Rubens. Parece poco tema para él. En cuadros ya antiguos, como el Filopomen -y en el modelo reducido del Louvre de ese mismo cuadro-, se puede ver lo que Rubens es capaz de hacer con ese motivo. En cambio, el paisaje le ha dado satisfacción y ha sido muy practicado en los últimos años de su vida. Se puede citar La granja en Laeken (1618), del Kunsthistorisches Museum. Mejor, sin embargo, cuando Rubens entra en el juego verdadero del paisaje, éste como «estado de ánimo», que ha sido así desde los impresionistas. Por ejemplo, el inolvidable Paisaje con un carro al crepúsculo (datable entre 1625 y 1638), del Museo de Rotterdam; las dos versiones del Paisaje con un arco iris (Museos de Munich y Wallace Collection de Londres), o la también doble versión: El parque de Steen (su castillo propio).
Ya para acabar, una polémica que no se extingue. ¿Hasta qué punto Rubens se hacía ayudar por discípulos y hombres de confianza? Hace bastantes años, estuvo de moda decir que sólo los planteos y los retoques de último momento eran de él; los fragmentos difíciles y nobles: manos, rostros, veladuras, brillos. En una palabra: el toque maestro. Posteriormente Van Puyvelde dice que no; en fin, que no tanto. Los nuevos procedimientos de laboratorio permiten ver que hay una mano -la suya- en todos los cuadros que él admitió como propios. Hay otros, el Prado está lleno, de sus discípulos confesados, cuadros «a la manera de Rubens».
Admite el sabio belga lo que ya se sabía y él proclamaba. En dos casos Rubens se hacía ayudar: para pintar plantas, flores, animales pequeños, del minucioso pintor Bruegel de Velours (1568-1625); y, otras veces, por Frans Snyders (1579-1657), que también ha llenado algunos huecos dejados deliberadamente por el maestro que se concentraba en las figuras humanas como único ejercicio digno de su estro.
Pero aún suponiendo que hubo más ayuda que la que admite Van Puyvelde. No hay que caer por eso en el otro polo y creer que en cuanto la obra es avanzada en el tiempo y amplia de tamaño, forzosamente tiene que tener poco de la contribución del maestro. Su taller estaba bien organizado, de él salieron obras desiguales, ¡qué duda cabe! No basta tener un Rubens, hay que tener uno bueno. Se ha tratado de hacer referencia aquí a los de esa categoría superior. Es inútil que el lector retenga los mediocres en la obra inmensa -en todo sentido- de ese genio por antonomasia que fue Peter Paul Rubens.
Venus ante el espejo de Rubens (Colección Licchtenstein, Vaduz) Una de las más bellas composiciones de este artista, el más grande pintor flamenco del siglo XVII. La mujer se convierte para este pintor en un himno de gloria a la vida, expresado en un estilo claramente barroco, de riquísimos matices. «Rubens é un italiano», escribió Berenson, y viniendo de este estudioso fue el mejor de los elogios.