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Historia del Arte

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Rembrandt (III)

El encargo lleva a Rembrandt a la tradición del retrato cívico, y si Frans Hals elevó el género a su máximo de intensidad, Rembrandt le da una resonancia nueva. Sorprende al grupo a la salida de una callejuela, en el momento en que se dispersa en una plaza. Despierta en esta densidad humana presencias inciertas; enciende miradas; sitúa al grupo en un tejido de contrastes que hace la imagen, en definitiva, más fuerte y le proporciona una verdad más profunda.

Mientras da una dimensión ética y metafísica a este desfile de militares de ocasión, a su lado muere Saskia. Su hijo único, Tito, tiene un año. Para ocuparse de Tito, Rembrandt toma entonces una sirvienta, Geertje, que vivirá con él siete años. Su historia terminará mal, en un penoso asunto de joyas regaladas, las joyas de Saskia, que el pintor quiere recuperar. En 1649 entra en su casa para suplirla otra mujer, de 23 años. Hendrickje permanecerá a su servicio y cerca de su corazón hasta que muere, a los 36 años, en 1662. No se ha identificado la presencia de Geertje en la pintura de Rembrandt. Hendrickje, por el contrario, ha sido identificada varias veces. Es la joven de la valla que ve venir al pintor hacia ella. Cierta necesidad de paralelismo ha motivado que se llame Hendrickje como Flora, un cuadro en que aparece con los brazos desnudos y flores en su sombrero. ¿Acaso Hendrickje es Flora como lo había sido Saskia? Esta última entraba en los juegos de Rembrandt, se ponía disfraces de teatro, llegaba al nivel mítico. Hendrickje, en cambio, permanece siempre dentro de la mayor sencillez. Le dará en 1654 una hija, Cornelia, ¡fuera de los vínculos del matrimonio!, cosa nada fácil en los Países Bajos de la época.

¿Es Hendrickje la que aportó al pintor la sencillez? No. La sencillez entró naturalmente en su pintura. La muerte de Saskia había apagado algo en él o, más bien, había coincidido con un desprendimiento. Rembrandt suelta amarras. Va más allá de este arte bíblico, glorioso, dramático (que se podría llamar barroco, aunque el término carezca de precisión histórica), que ha enseñado a sus alumnos y del que no se deshará jamás. Va hasta el final. Sus alumnos también. No los del primer grupo, el más activo de los cuales, Gevaert Flinck, será más célebre que su maestro. Pero los del segundo grupo tendrán en adelante otras curiosidades. Rembrandt también. Quiere más interioridad. Renuncia al relato atronador.

Esto se hace evidente hacia 1646, por ejemplo, en un paisaje con el sol poniente en invierno, en el que lo importante es la luz que muere y la fascinación que ejerce sobre la carretera helada en la que se ven algunas siluetas. Es en el paisaje donde Rembrandt se transforma. En el paisaje, género holandés por excelencia, género relacionado con el inventario en que todo se identifica. Rembrandt dibuja en Amsterdam, en sus alrededores y hasta en la provincia, a las gentes de la calle, las iglesias, los monumentos. Pero no hemos podido situar todavía ni poner un nombre a ninguno de los paisajes que ha pintado. Es porque él reúne en ellos lo que ama: una luz que le ha emocionado, una colina que ha deseado acariciar.
Lo importante para él, en adelante, será la pintura. Ha descubierto que el trazo de su pincel dice más que la forma del objeto que representa, que el drama está presente con más fuerza en su color que en sus personajes. Le sucede igual con el grabado: menos gestos, menos objetos, más contrastes de blanco y negro. Rembrandt penetra cada vez más profundamente en su oficio y se adapta también cada vez más a sus exigencias. Le veremos multiplicar las tiradas de sus grabados en cobre: primero, la prueba clara, luego, inmediatamente, la prueba oscura. El tema se impone, y después casi desaparece.

Finalmente, si se quiere explicar el abandono, hacia la cuarentena, del arte dramático que había querido imponer, hay que contar también con el hecho de que Rembrandt careció de mecenas, de cardenal fastuoso, de príncipe riquísimo que le habrían encargado numerosas series de pinturas y gracias a los cuales podría haberse creado un arte protestante grandioso. En Amsterdam, los banqueros ricos eran numerosos, pero se vivía en una República y no convenía que la riqueza fuera demasiado aparente. Ciertamente, el pintor encontró apoyos en diversos marchantes de cuadros y sobre todo en el burgomaestre Jan Six. No dejará de recibir encargos halagadores: una nueva Lección de anatomía para el doctor Deyman en 1656, un Retrato de los síndicos de los pañeros, en 1662 y, el mismo año, el gran panel de la Conjura de los bátavos para el Ayuntamiento. Y también un gran retrato ecuestre. Su fama había pasado las fronteras: un abad francés poseía 224 grabados suyos. En Palermo un noble siciliano le pidió varias figuras (Aristóteles contemplando el busto de Hornero, Hornero dictando a un escriba, Alejandro Magno) y adquirió, de una sola vez, 189 estampas suyas.
Rembrandt
Aristóteles contemplando el busto de Homero de Rembrandt (Metropolitan Museum, Nueva York). La fama del pintor holandés había llegado hasta tierras italianas, desde las que le llegan varios encargos; entre ellos, esta obra en la que elige vestir al filósofo griego con ropas del siglo XVII.

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