Sin embargo, sus encargos en los Países Bajos no eran lo bastante frecuentes; no llegaba a elevar sus precios al nivel que hubiese querido. Y todo se encadena. Desde el día en que se desvió de la gran carrera que había empezado con Saskia, desde que empezó a buscar una pintura menos evidente, la empresa estaba condenada. Sin duda ya estaba perdida de antemano por el hecho de que los Países Bajos no estaban dispuestos a sostenerla, porque el pintor no había pensado en asentarla sobre los recursos de otros países. Nunca salió de los Países Bajos.
Además, se añade a la nueva inclinación del artista el fracaso en sus negocios financieros, que hace que el circuito de crédito en el que vive deje de funcionar. Y se produce la bancarrota. Tiene que vender en 1657 sus colecciones de cuadros, de dibujos, de grabados, de objetos de arte de su gran casa, y al año siguiente incluso la casa misma (que aún no había terminado de pagar, lo cual lo deja cubierto de deudas).
Aunque la fecha no sea segura, se supone que en 1660, a los 54 años, Rembrandt debió dejar la Jodenbreestraat por otro barrio: en adelante vivirá hasta su muerte en el Rosengracht, en una morada menos amplia, pero, de todas maneras, con tres pisos. Para que el arruinado pueda continuar comerciando con sus obras fue necesario inventar una sociedad de explotación de las creaciones de Rembrandt. Hendrickje y Tito fueron sus administradores responsables. La vida continúa. Sin embargo, en un retrato pintado el año de la venta de su casa, Rembrandt parece tener frío. Es cierto que las casas holandesas están mal calentadas en invierno y que no se puede vivir en ellas sin pieles, pero parece que el artista siente un frío excesivo, más intenso que el normal.
¡Los autorretratos! Se podría montar una exposición prodigiosa reuniéndolos todos. Ningún pintor, a no ser Van Gogh, se ha interrogado ante el espejo con una constancia semejante. Se habrá visto a Rembrandt hirsuto en Leiden, y después disfrazado durante sus primeros años de Amsterdam. Después, se contempla con una mirada más compleja. Cada vez más a menudo se representa como pintor, con la paleta en la mano, lo que es significativo. No intenta mostrarse favorecido. Veremos, en una de las últimas imágenes que dejará de sí, arrugarse la misma pintura como su piel, aunque triunfa una mirada de una vivacidad que no tuvo nunca en su juventud. La edad lo marcó prematuramente, pero al mismo tiempo exaltó su facultad creadora. Rembrandt fue un artista más genial en el período de Geertje y de Hendrickje que en el de Saskia.
Corren muchas leyendas sobre sus últimos años. La más verosímil es la de la miseria y la de la ingratitud de los holandeses hacia el mayor genio pictórico que haya vivido entre ellos. Sin embargo, tampoco es exacta: nuestro artista conoció un fin menos penoso quizá que la mayor parte de los maestros holandeses: Hals tuvo necesidad de la beneficencia municipal, Vermeer murió arruinado. Rembrandt envejeció como un rey desposeído del reino que había querido instaurar.
Todavía no hemos hablado de la noción de claroscuro con la que se ha caracterizado a menudo la obra de Rembrandt. La razón de ello es que no ha sido el único en utilizar el contraste de la sombra y la luz, que esta fórmula ha sido compartida por demasiados pintores y estaba ya en uso desde hacía más de un siglo, desde tiempos de Caravaggio y Bassano. A pesar de ello, su manera de tratarla es característica. En sus grandes composiciones dramáticas la claridad y oscuridad contrastan en superficies verticales, e incluso en rayos y zonas oblicuas. El pintor obedece a la regla de una propagación luminosa en línea recta como la luz solar. Cuando deja su gran teatro por regiones no apaciguadas ni mucho menos, sino en las que la acción es menos evidente, entonces la luz ya no es solamente la real. Continúa trazando grandes rayos; se propaga como el fuego; tiembla como una llama; se extiende en oleadas, y multiplica sus focos. Es una luz inventada, salida de su interior.
Seguir a Rembrandt en los postreros quince años de su vida es ver a esta luz pasar por los estados que los físicos pueden sin duda calificar como sobrenaturales, pero que los visionarios, tanto en sus escritos como en sus cuadros, han asegurado haber conocido.
Los últimos cuadros de Rembrandt, por ejemplo el Regreso del hijo pródigo o la Presentación al templo (1668), no serán, en el corazón de una oscuridad benévola, y con formas cada vez menos ciertas, como gastadas, más que los finales resplandores de ese fuego.
Autorretrato en figura de San Pablo de Rembrandt (Rijksmuseum, Amsterdam). Aquí, el autor se muestra con la sensibilidad a flor de piel, todo comprensión y humanidad, en 1661. Tan profunda y auténtica resulta esta galería de autorretratos, que ha permitido colocar a su autor entre San Agustín y Rousseau porque tienen la humildad del pensador cristiano y la sinceridad del filósofo de la Ilustración. Quizás aquí se le atribuya esta personificación de San Pablo por el aire tremendamente concentrado y reflexivo.