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Historia del Arte

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Rembrandt (V)

Esta llama que se puede ver temblar y extinguirse después, brilla con un fuego vivo en la Betsabé desnuda que medita al salir del baño. Se suaviza en la Bendición de Jacob en la que el juego de las manos protege de la corriente la luz que el anciano transmite a sus nietos. Tiene una claridad razonable en la Lección de anatomía del doctor Deyman en la que Rembrandt no repite la disposición teatral de la Lección del doctor Tulp; la composición aquí es muy sencilla: la realidad del cuerpo de Joris Fonteyn, otro ajusticiado a quien se le abre el cráneo para mostrarlo a los ayudantes de un cirujano que no tiene nada de virtuoso de la disección, sino que más bien parece un inquieto descubridor de secretos.

En contraste, la luz resplandece en el Moisés rompiendo las Tablas de la Ley: cuadro terrorífico, como un gran incendio que se levanta ante los ojos para exclamar: he aquí la verdad de Dios.
Luz apaciguada de nuevo para los Síndicos de los pañeros que se sitúa cronológicamente dos años antes que otro retrato colectivo célebre, el de los Regentes del Hospicio de Haarlem, de Frans Hals. La obra de Hals, en blanco y negro, es una visión aterradora de los benefactores. La de Rembrandt no provoca de ninguna manera el escarnio. El pintor instala a sus modelos, según el protocolo del género, detrás de una mesa recubierta con un tapiz centelleante, en el cual rutila otro mundo lleno de miradas enloquecidas que los Síndicos no podrán sellar con su garantía de calidad.

Finalmente, la llama se convierte en una arquitectura de fuego en la Conjura de los bátavos. Se trata del gran cuadro que fue encargado a Rembrandt para el Palacio Municipal de Amsterdam cuando se vio que Govaert Flinck no podría terminar su decoración. Hoy se ve mal su composición inicial porque ha sido truncado, pero un dibujo preparatorio permite imaginarlo. Así, contemplado desde lejos, parece que en la parte baja de un espacio sombrío, curvado en lo alto, hay una hoja de espada de varios metros. Al aproximarse es posible descubrir que esta claridad cortante es, en realidad, un mantel dispuesto sobre una larga mesa, alrededor de la cual están colocados diversos personajes vueltos hacia un viejo rey tuerto que levanta su espada. El mantel-espada simbólico ilumina los cuerpos y rostros que son colores más que formas.

Es, sin duda, la mayor sinfonía de luz y color que haya sido pintada nunca. Pero tan fuerte, tan perfecta, que no tuvo consecuencias en la Historia de la Pintura.
Únicamente, las proposiciones excesivas, poco elaboradas, son explotables. Y Rembrandt se situaba lejos de estas invenciones elementales, introducido como estaba en el corazón de una creación en la que hasta el menor rasgo estaba penetrado por su presencia.

Lo extraordinario es que Rembrandt haya tenido acceso tan pronto a este estadio superior. Es difícil de fechar: puede decirse que a partir de los cuarenta años alcanzó ese nivel de creación que, en los demás, aparece generalmente más tarde. Rembrandt se hizo viejo muy pronto.
Después de haber intentado crear una retórica protestante, se dio cuenta de lo que ésta tenía de externa. Obedeciendo a su exigencia de profundidad, para mantenerse al nivel que correspondía a su fervor, se vio obligado a volver a las fórmulas antiguas, a las realidades adorables del pasado de la pintura de los Países Bajos.
De donde se puede deducir que el protestantismo despertó en los Países Bajos sentimientos más políticos que religiosos. ¿No se vio obligado, acaso, el único pintor religioso del siglo a volver a una mística cristiana antigua? Igualmente, él fue el único de su tiempo en mantener esta llama mística. En otros lugares, entre los católicos, siempre orientados por la Contrarreforma, el fervor se gastaba en gesticulaciones.

Se ha dicho que la muerte, que no dejó de golpear a su alrededor, condujo al sexagenario cansado a este repliegue. En 1662 murió Hendrickje. En 1668 su hijo Tito, que acababa de casarse, murió a su vez. La hija de éste, Titia, nacerá póstuma en 1669. Junto a la cuna se extingue Rembrandt también, el 4 de octubre, sin otra ayuda que la de Cornelia, la hija de 15 años que le dejó Hendrickje.
Sin embargo, la pintura de Rembrandt es una fiesta. No es la muerte la que la dirige. No es el miedo. Es el conocimiento de la vida y de la muerte mezcladas. Es la esperanza.
Rembrandt
Autorretrato con gorguera y birrete de Rembrandt (Gallería degli Uffizi, Florencia). Los autorretratos de Rembrandt no tiene apenas paralelo en la historia de la pintura, tanto por su elevado número como por la inherente calidad de la mayoría de ellos. Esta imagen, realizada en 1629, deriva del deseo de mostrarse elegante y digno, quizá para disimular su humilde origen, y contrasta con la naturalidad de los primeros autorretratos.

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