En cuanto a la mística, hay que pasar de inmediato a lo que en la pintura de Vermeer trata de las preocupaciones religiosas de sus personajes. La alegoría de la fe (Metropolitan Museum de Nueva York) representa una dama en su oratorio. Cristo está representado dos veces en su morada: en una gran pintura en el muro (una Crucifixión de Jordaens) y en un crucifijo sobre la mesa. Ella tiene la mano sobre el corazón. La manzana del pecado perturba el perfecto orden del pavimento recién lavado, en el que, segunda mancha de este interior tan limpio, la serpiente del mal agoniza horriblemente bajo una piedra providencial. Como asiento, la dama tiene un globo terráqueo, lo que la obliga a una posición algo incómoda. Decididamente, cuando no es pintura o escultura, la religión no aporta más que molestias en el más confortable de los lugares de descanso.
Otra presencia religiosa en Vermeer: una escena del peso de las almas; se trata de un cuadro, situado en su lugar escénico favorito, sobre otra dama ocupada en pesar perlas. Las dos imágenes muestran claramente dónde estaba la fe de Vermeer. No exigente, igual que en Spinoza, queda como una cuestión pendiente que no se elude y que perturba el buen orden. ¿Hay mucho más? Es poco probable. Si Dios preocupa a Vermeer es de otra manera; en la realidad que pinta, en la luz que se filtra al filo de la cortina.
Puestos aparte estos dos cuadros, el país de Vermeer está poblado de damas que no por ser elegantes dejan de comportarse como concienzudas amas de casa, que sólo por correspondencia, si está permitido decirlo, pertenecen al mundo de «Las preciosas». Porque leen y escriben. ¿Y qué escriben sino dulces billetes? Pero después de haber hecho abrillantar el pavimento.
Cierta interpretación ha intentado representarlas, si no como prostitutas, al menos como cortesanas o más exactamente como geishas. Parece característico del arte de Vermeer que pueda dejar en la incertidumbre en la que ningún pintor holandés autorizaría a dudar de sus intenciones. Es que su arte es más fuerte que los temas que trata. No despersonaliza a los seres que analiza. Por el contrario, los precisa en una realidad que rebasa su condición. Los que están fastuosamente vestidos no dominan en absoluto a los que lo están como servidores. El ama y la sirvienta, con todos los signos característicos expuestos, ocupan el mismo espacio, respiran idéntico aire, permaneciendo cada una en su lugar. ¿Armonía social? Sobre todo, armonía plástica. La obra de Vermeer debería ser el repertorio cotidiano de los directores teatrales que desean adecuar la presencia de los actores a la del decorado.
Este es el programa del pintor, mucho más que la evidencia de la felicidad que podía consistir en vivir en casas tan limpias como las que las holandesas ofrecían a esposos y a amantes ocupados en guerras incesantes y aventuras comerciales. Más que la felicidad holandesa es la suya propia la que Vermeer ha pintado. Son raros en la historia los pintores que han contado la densidad de la alegría y de la paz que puede haber en una morada o en un paisaje.
No es posible analizar aquí la obra de Vermeer cuadro tras cuadro. Sin embargo, todos son la experimentación de una dosis de claridad y cada estudio merece ser comentado. Hay que anotar que parece que entre 1656, fecha inscrita en La alcahueta, y 1675, año de su muerte, período jalonado de pocas fechas seguras (1668 en El astrónomo, Museo del Louvre, París, 1669, en El geógrafo, Instituto Stádel, Francfort), en esos 19 años es imposible aislar períodos divergentes. Para el orden de sus obras hay que apoyarse en algunos descuidos, alguna rapidez de ejecución y a declarar que aquí, en estos cuadros que no están quizá terminados, se tienen pruebas de una degeneración, de un debilitamiento y, en consecuencia, que aquellas obras sólo pueden pertenecer al fin de su carrera. Pero, ¿se puede hablar de vejez de un artista muerto a los 43 años?
Lo único en la carrera de Vermeer es que no se la puede disponer como el crescendo y el decrescendo de las fuerzas, según las cuales se organizan ordinariamente las biografías.
Toda su obra (entre 30 y 40 cuadros, según los críticos) hubiera podido ser ejecutada en unos pocos años por otro pintor. Pero las fechas reparten este conjunto de cuadros a lo largo de una vida, corta quizá, pero más larga que la de Watteau, la de Rafael y la de Caravaggio. ¿Es posible creer en una duración humana en lo que parece escapar a todas las medidas? A eso responde el tiempo que exige el análisis de cada cuadro. Se pueden pasar dos horas ante un Vermeer y no tener bastante con las miradas que su riqueza requiere.
El astrónomo de Vermeer (Musée du Louvre, París). Pintado en 1668, en este cuadro el autor cambia de protagonista pero no de ambiente. El estudioso es un hombre que sentado ante una mesa observa el globo terráqueo. La ventana sigue siendo el recurso para iluminar la escena.