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Historia del Arte

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Vermeer de Delft (VI)

Sucede por otra parte que algunas obras, por ejemplo El taller (Viena), han sido visiblemente concebidas como creaciones en un sentido ambiguo. Y que en todas las composiciones, por sencillos que fuesen sus temas, se siente la complejidad de la concepción, aunque ésta no deje aparecer nunca ningún retoque, ninguna corrección: como si cada obra hubiera sido preparada tan minuciosamente que no hubiera habido necesidad de añadirle ninguna modificación una vez empezada. Sucede, en fin, que hay también cierta evolución que puede ser captada (no en la técnica, pues lo propio de cada cuadro de Vermeer es el resultar acabado, sino en la manera en la que el juego de actores accede a la soltura de lo natural). ¿No son los primeros cuadros los que fijan los personajes en los gestos que los unen, Dos hombres y mujer con un vaso de vino (Brunswick) o Dama de pie ante la espineta (National Gallery, Londres)? Algo hay en la composición que debe someterse al orden plástico. Más tarde, el lujo de Vermeer consistirá en que esta solidez inamovible, y sin embargo estremecida, llega a comunicarla a lo más frágil, a lo imperceptible de la vida: al equilibrio de la balanza que pesa una perla, a la leche que se derrama de un recipiente, al gesto de La encajera (Louvre), a lo que los fotógrafos tratan como instantáneo.

Dicho de otra manera; si se mira a lo que parece perfeccionarse en esta carrera perfecta desde el principio, de entrada instalada en un nivel constante, si se pone toda la atención en lo que parece aumentar en este pintor, la exigencia de la verdad del instante, entonces la cumbre de Vermeer es el momento privilegiado en que la mujer anuda su collar alrededor de su cuello, en el que lee una carta, en el que toca un acorde en el teclado de la espineta, en el que los músicos se ponen de acuerdo, con una mirada, sobre el silencio a observar o sobre la música que van a ejecutar juntos.

Vermeer fijó por la más severa regla plástica el instante más frágil de la vida. Su arte es el del segundo en que la mano va a levantar el aguamanil, a elegir un lugar en la esfera terrestre, a buscar un planeta en el globo celeste, a decidir el modo en el que se va a tocar una pieza de música. Justo antes. O, también, justo después, cuando la pluma se levanta del papel, el plectro se separa de la red de cuerdas, el vaso de la boca, el bolillo de la mano de la encajera. Y, cuando pinta un paisaje, la Vista de Delft, por ejemplo, indica la hora en la esfera del reloj: las 7 y 10. Pero, ¿de la mañana o de la tarde? La luz roza los tejados. Hay gentes que pasan en la sombra: ¿todavía no o ya es después? Vermeer sitúa el acto en el tiempo. La duración interviene en su obra. Ella es la que hace que la epidermis de las cosas se revele en el temblor de su grano, puesto que la realidad granula con puntos de luz temblorosa el pan, el papel, el corpiño, la alfombra. Nada es fríamente liso. Todo palpita. Diríase que el pintor vio la materia en el microscopio de Leeuwenhoeck. Pues ese movimiento, ese hervor de superficie, si bien es la luz la que lo hace aparecer, si bien ésta exalta el color (mirad junto a las ventanas, en los pliegues de los cortinajes), sin embargo, la luz no tiene rayos ni vibración. El taller de Vermeer tenía ciertamente la regularidad de las luminosidades del Norte. Y ese temblor de los pigmentos que hace vivaces a las mujeres, viviente y cremosa la leche, luminosa la perla, erizada la piel de armiño, es el del momento precario que entrega la realidad a una totalidad que es la de los estados de gracia.

A propósito de los cuadros de Vermeer se puede hablar de revelación del mundo. Para poder revelar ese mundo había que poseerlo por entero, desde el nudo de lana de la alfombra hasta la transparencia un poco verdosa del cristal de las ventanas, hasta las manchas de la pared, hasta las líneas del pavimento, saber reflejar la turgencia del brazo de una joven, los sonidos de un bajo de viola, el mechón que se escapa de una cabellera. En un cuadro de Vermeer todo es conocido, pero no todo alcanza el mismo nivel de presencia: todo se ordena en una estudiada escala de grados de intensidad. Así, se puede pensar que pintar una sola guitarrista al lado de su ventana es tan complejo como orquestar una sinfonía.
Es significativo que Marcel Proust haya sentido la necesidad de oponer (¿o de concordar?) otro momento a la instantaneidad de los cuadros de Vermeer: el de hacer morir a su visitante justo durante la contemplación de cierto lienzo de muro amarillo. En efecto, la única realidad que podía corresponder, en intensidad, a la de ese cotidiano milagro de los cuadros era la de una muerte.
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Dos hombres y una mujer con un vaso de vino de Vermeer (Herzog Antón Ulrich Museum, Brunswick). Llamada asimismo La coqueta, esta obra lleva la firma de Vermeer en el cristal de la ventana. Ha sufrido numerosos retoques, a los cuales acaso se debe esa expresión rebuscada de la joven. La armonía suave del color tan cristalino, las relaciones espaciales entre los elementos compositivos, el punto de fuga, que propone el mosaico del suelo, convierten la tela en un estudio óptico.

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