El esplendor de Ravena


Las iglesias bizantinas de Constantinopla han sido mutiladas y blanqueadas por los turcos, y de muchas de ellas se hace difícil apreciar su belleza, faltándoles, además de la decoración de mosaicos, los ornamentos litúrgicos que las enriquecían; en cambio, en Ravena, la ciudad italiana a orillas del Adriático, que fue capital del Exarcado, se conservan casi intactas inapreciables joyas del arte bizantino. Ravena fue durante tres siglos como un barrio de Constantinopla.
Su importancia data de la época de Honorio, el hijo de Teodosio. Creyéndose poco seguro en Roma, amenazada por los bárbaros, Honorio trasladó su corte a Ravena, defendida por insanas lagunas y que tenía la ventaja de ser punto, favorable para embarcar, como último recurso, en dirección a los Estados de su hermano Arcadio, emperador de Bizancio. En la época de Honorio se construyeron en Ravena varios edificios importantes, pero sólo se ha conservado intacto el rico mausoleo de su hermana Gala Placidia, con sus decoraciones en mosaico. La visita de esta pequeña construcción causa una fascinación extraña, inolvidable: tan luminosos son los azules dorados de la bóveda, sembrada de innúmeras estrellas de oro.
A la época de Honorio y Gala sigue un período de calma edilicia para Ravena, con los trastornos de la irrupción de los bárbaros hasta que vuelve a recobrar nuevo esplendor durante el reinado del gran ostrogodo Teodorico, y la ocupación bizantina que siguió más tarde.
Nunca satisfechos con la suerte de Italia y otras provincias de Occidente en manos de los bárbaros, los emperadores bizantinos se empeñaron en reconquistarlas, haciendo de Ravena la capital de un exarcado, con jurisdicción nominal o efectiva sobre la Italia Meridional, Sicilia, la costa norte de África y España. Fue entonces cuando Ravena se enriqueció con nuevos monumentos inestimables que aún se pueden contemplar. En sus calles y en los pórticos de las plazas desiertas se ven las columnas antiguas con sus magníficos capiteles bizantinos, que sirven de pilares a las casas. La ciudad imperial del Adriático, hoy pequeña villa provinciana, rebosa de monumentos: conserva aún la iglesia mayor de San Apolinar, en la ciudad; otra gran iglesia, también consagrada a San Apolinar, en el puerto; dos baptisterios y, por fin, la maravillosa iglesia de San Vital, reunida en otro tiempo al palacio de los exarcas.
La gran basílica de San Apolinar Intramuros estaba dedicada primitivamente a San Martín, fue consagrada en 504 y llamada, por espacio de tres siglos, San Martín con Cielo de Oro, porque su techo era dorado. Pero cuando en 856 la basílica del puerto, donde se veneraba el cuerpo de San Apolinar, o sea la actual iglesia de San Apolinar in Classe, fue saqueada por los sarracenos, el cuerpo del santo patrón de Ravena se trasladó, para mayor seguridad, a la iglesia de San Martín, y ésta cambió su nombre por el de San Apolinar el Nuevo, a fin de distinguirlo del de la antigua iglesia de San Apolinar del puerto o in Classe.
Su planta es todavía de basílica latina; consta de tres naves, separadas por hileras de columnas, con el techo de la central formado por una cubierta de madera; las laterales, en cambio, están abovedadas. Los capiteles de las columnas que separan las naves tienen una decoración de acantos espinosos completamente distinta de los capiteles clásicos de las basílicas de Roma, y encima, entre el capitel y los arcos, ostentan el abaco trapezoidal, o pulvino, que sustituye al arquitrabe en el arte bizantino.
Los mosaicos que hay sobre las columnas de la nave central son acaso las más bellas producciones del arte nuevo que llegaba del Oriente. El espectador, situado en el centro de la iglesia, ve con admiración desarrollarse a cada lado una procesión de figuras de mosaico paralelas: a un lado están los santos y mártires guiados por San Martín, los cuales acuden a adorar al Salvador; en el otro lado las santas y vírgenes, las cuales, precedidas por tres ángeles y por los Reyes Magos, llegan en larga comitiva hasta la Virgen con el Niño, que descansa en su regazo, como si la escena de la gruta de Belén se prolongara místicamente a través de las edades. Santos y vírgenes van vestidos como bizantinos; los mosaicos de San Apolinar son, indudablemente, obra de maestros procedentes de Oriente. Es humanamente imposible describir el encanto de esta iglesia, hoy solitaria, con sus dos largas filas de figuras de princesas y doctores de Oriente, que abren sus grandes ojos meditabundos marchando en procesión.
Es realmente difícil expresar con mayor claridad que en San Apolinar el Nuevo la idea que presidió la elaboración de los templos con planta basilical fue la de mostrar al creyente el camino en su búsqueda de Dios y hacérselo recorrer. Este camino conduce progresivamente desde el mundo exterior, a través de la nave, hasta el ábside. Conforme se avanza hacia el fondo, a lo largo de los alineamientos de columnas, de la serie de arcos y de las hileras de ventanas que iluminan rítmicamente la nave, el visitante siente atraída intensamente su mirada hacia el altar. Los mosaicos resplandecientes con sus dos procesiones de personajes sagrados señalaban la dirección en la que cada paso significa avanzar un grado hacia la Divinidad.


Cortejo de las santas en San Apolinar el Nuevo
Cortejo de las santas en San Apolinar el Nuevo, en Ravena. Detalle del mosaico donde las santas están separadas entre sí por palmeras cargadas de dátiles. Por su ritmo, libertad compositiva y su perfección insuperable han sido llamadas las Panateneas del Cristianismo, comparándolas con las célebres doncellas del friso del Partenón.

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