El programa se inicia, en uno de los pilares de la crujía meridional, con la caída en el pecado que se representa a través de varias escenas, en su mayoría desordenadas con respecto al desarrollo lógico del relato bíblico. Así, vemos el Pecado propiamente dicho, con Adán y Eva dispuestos en torno al árbol en cuyas ramas se enrosca la serpiente; Adán cubriendo con hojas su desnudez; Dios recriminando a Adán, oculto tras el árbol, al que enumera con el típico gesto del cómputo digital, propio de la oratoria, las graves consecuencias de su falta; y la condena al trabajo con Adán y Eva, ya vestidos con las túnicas de pieles confeccionadas por Dios, portando la azada y el huso de hilar.
En el siguiente relieve se cincela un tema de gran originalidad: Caín, todavía niño pero ya con una mueca grotesca, intenta impedir que su hermano mame con tranquilidad del pecho materno. Este insólito motivo ilustra la temprana envidia de Caín hacia Abel que preludia el fratricidio. A continuación, Caín trabaja la tierra con un arado uncido a dos bueyes y esparce la simiente que lleva en su sayal; mientras, Abel, con el cayado, cuida de su rebaño.
Junto a estas imágenes de los primeros pasajes del Génesis, se muestra un episodio de la historia de José, el benjamín de Jacob cuya vida se consideraba, en la Edad Media, una prefiguración de la existencia del propio Jesús. Así vemos a sus hermanos cuando, tras arrojarle a una cisterna (otra muestra de celos y discordia fraternales), presentan los despojos de su túnica ensangrentada a Jacob.
El relato bíblico prosigue con la hospitalidad de Abraham para con los tres ángeles que, sentados ante un copioso banquete, le revelan el fin de la esterilidad de su esposa Sara y el nacimiento de Isaac. Su sacrificio ofrece la singularidad de mostrarnos, no el momento en que el patriarca, resignado, se dispone a degollar a su amado hijo, sino el viaje al lugar del holocausto, con Isaac a lomos del asno seguido por su padre. En aras de la claridad, el escultor no olvida incluir al emisario celestial que detiene el brazo de Abraham y al cordero sustitutorio.
El ciclo cainita continúa en el pilar del ángulo noroeste del claustro con las ofrendas y el fratricidio. Los dos hermanos presentan sus oblaciones ante un altar: Caín un manojo de espigas y Abel su más preciado cordero. El rechazo divino de la primera y la aceptación de la segunda provoca la muerte del justo Abel a manos de su celoso hermano.
Ante la proliferación imparable del mal desencadenada a partir del fratricidio, la cólera de Dios provoca varias catástrofes contra la humanidad pecadora, entre otras el diluvio universal del que sólo escapan con vida Noé y su familia. En los capiteles se suceden diversos episodios de la historia: Dios instruye al patriarca sobre cómo ha de ser el navío; la tala de árboles para su construcción; Noé y su esposa con los animales navegan en un océano poblado de peces; el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico, indicio de la retirada de las aguas; y finalmente, ya en tierra firme, la oración de la familia en acción de gracias.
El episodio de la ebriedad de Noé se representa, de acuerdo con el relato bíblico («Noé se dedicó a la labranza y plantó una viña. Bebió del vino, se embriagó y quedó desnudo en medio de su tienda», Gen. 10, 20-21), en tres escenas: el cultivo de la vid, el consumo del vino y la actitud de los tres hijos ante la embriaguez de su padre. Mientras Cam se mofa con una mueca grotesca (que ya hemos visto en el verdugo del frontal de Santa Tecla y en Caín niño), sus dos hermanos, con exquisita reverencia, cubren la desnudez del patriarca.
En este mismo pilar, la iconografía evangélica se centra en el ciclo de la Pasión con los pasajes de la Crucifixión donde Cristo, flanqueado por el sol, la luna y el buen y el mal ladrón, sufre el acoso de Longinos y Estefatón con la lanza y la esponja empapada en vinagre, respectivamente; el descendimiento de la cruz; la visita de las Marías al sepulcro vacío, símbolo de la resurrección del Salvador y de su triunfo sobre la muerte que rubrica, acto seguido, la figura del Redentor en compañía de cuatro ángeles que portan los atributos del sacrificio a modo de emblemas de su victoria.
Precisamente en un capitel cercano de esta misma galería septentrional se figuran la Duda de Tomás y el Noli me tangere, dos apariciones del ciclo glorioso que aluden a la realidad física de la resurrección. En la primera de ellas, la Magdalena reconoce a Jesús bajo la indumentaria de un humilde hortelano y, al intentar acercarse a Él, Éste le responde «No me toques, que todavía no he subido al Padre» (Jn. 20, 15).
Las actitudes de la Magdalena y de Tomás son contrapuestas: mientras en el Noli me tangere la mujer no puede ni siquiera rozar con los dedos el cuerpo de su amado Maestro, en cambio el Salvador invita a su discípulo a introducir los suyos en la herida del costado abierta por la lanza. Tanto la fervorosa Magdalena como el incrédulo apóstol aparecen postrados ante la figura erguida y majestuosa de Cristo.
El capitel contiguo se decora con dos temas de profundo contenido alegórico: Sansón desquijarando al león (anuncio en el Antiguo Testamento del Mesías vencedor de Satán en el Infierno) y la lucha de un guerrero cristiano que, parapetado tras el típico escudo oblongo con la cruz, se enfrenta a una figura diabólica.
Por su parte, diversos capiteles de la crujía norte desarrollan el ciclo de la Encarnación de Cristo. En uno de ellos se cincelan algunos pasajes de la infancia: el Nacimiento, que sigue el modelo visto en la portada de acceso al templo desde el claustro, con la Virgen en el lecho auxiliada por San José, en la parte inferior, y el Niño con el cuerpo fajado sobre el pesebre con el buey y la muía, en la superior; el Anuncio a los pastores por un ángel que desciende de los cielos desplegando una filacteria; la Epifanía de los Magos, en su doble vertiente de viaje y adoración del Niño que, sentado en el regazo de su Madre, ciñe la corona y exhibe en su mano la flor de lis, alusiva a su condición de vástago de la estirpe de David; y, finalmente, el Milagro de la conversión del agua en vino en las bodas de Cana.
La Presentación en el templo, sobre otro interesante capitel de esta misma galería, recalca la idea de la continuidad y legitimación de los dos Testamentos al ilustrar cómo Cristo, antes de imponer la Nueva Ley, quiso cumplir primero la Antigua.
En este mismo capitel, dos escenas completan el ciclo de la vida pública del Salvador, que se iniciaba con las Bodas de Cana antes citadas: el Bautismo, con San Juan derramando el agua de un jarro sobre la cabeza del Mesías, sumergido hasta la cintura en el Jordán, ante la abrupta irrupción de la paloma del Espíritu Santo, que emerge entre las nubes por el ángulo superior derecho; y las Tentaciones en el desierto.
El relato evangélico concluye con la entrada de Cristo en Jerusalén a lomos de una borrica, auténtico preludio de su pasión y muerte, que se desarrolla, como hemos visto, en el pilar nordeste del claustro.
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