La actual catedral se levanta sobre una iglesia visigoda del siglo VI, sustituida, tras la devastadora incursión musulmana del año 793, por otra bajo la titularidad de Santa María en 839.
En el siglo XI comienza a reemplazarse la vetusta fábrica prerrománica por un edificio acorde con las nuevas corrientes estéticas vigentes en el momento y capaz de albergar a la populosa comunidad ciudadana.
Sin embargo, ya a finales de esa misma centuria el nuevo templo, además de resultar exiguo para la creciente población, se encuentra en estado ruinoso. Pronto el obispo Ot (1095-1122) impulsará con vigor un ambicioso proyecto, iniciado en torno a 1116 gracias a las muchas y cuantiosas donaciones de que es objeto.
Este personaje es uno de los principales responsables de la magnífica catedral que hoy vemos. Para sufragar tan vasta empresa reorganiza con eficacia la tributación de la diócesis fundando una cofradía, ofrece a los donantes la remisión de la penitencia corporal e incluso estimula las contribuciones de los más pobres, fijando la cantidad mínima que pueden aportar a la fábrica. Su propia muerte en olor de santidad y posterior canonización —impulsada por el prelado Pere Berenguer (1123-1141)— reportará importantes ingresos a las arcas catedralicias.
Las obras, sin embargo, avanzan con lentitud, de modo que en 1175 el obispo Arnau de Pereixens contrata a Ramón Lombardo, en principio por siete años, para concluir con fidelidad y sin engaños el proyecto, en particular el cerramiento de las naves y la construcción de los campanarios. Sin duda, este artífice es el responsable de la impronta italiana del templo.
Esta campaña edilicia se paraliza en 1195, cuando las tropas del vizconde de Castellbó saquean la ciudad dejando vacío el erario de la basílica e inconclusos el cimborrio y las torres del transepto. Los trabajos se limitan entonces a los elementos indispensables para el culto y la conservación del edificio.
Los problemas descritos no impidieron, sin embargo, que la catedral se convirtiera en uno de los ejemplos paradigmáticos del románico catalán del siglo XII. Además de sus vínculos con la arquitectura lombarda contemporánea, se relaciona con las seos de Tarragona y Lérida, en construcción por aquellas fechas, que abren una nueva etapa en la arquitectura de la región.
El resultado es una amplia y sólida iglesia basilical de tres naves con cuatro tramos; enorme crucero, muy largo y con dos voluminosas torres inacabadas en los extremos; cuatro absidiolos semicirculares, sin tramo recto, embutidos en el grosor del muro; y un ábside central, también de dimensiones colosales, estructurado en presbiterio y hemiciclo con bóvedas de cañón y cuarto de esfera, respectivamente.
Las naves laterales se cubren con bóvedas de aristas y la mayor con cañón que se refuerza con arcos torales sobre pilares cruciformes con columnas adosadas en los ángulos para recoger el vuelo de los arcos formeros de las naves. La diferencia de altura de éstas se aprovecha para abrir ócu-los en lugar de las tradicionales ventanas.
El transepto, muy acusado, se proyectó con dos grandes torres cuya construcción quedó interrumpida poco después de rebasar la altura de las cubiertas. El característico léxico ornamental lombardo, de arquerías ciegas y lesenas coronadas por un friso de dientes de sierra, anima los muros de estos poderosos baluartes.
En el crucero se levanta una cúpula sobre pechinas, con nervios de refuerzo de perfil curvo y cuatro ventanas. Su base cuadrangular revela problemas en el trazado y tanteos a veces mal resueltos. Se trasdosa al exterior como un potente cimborrio poligonal torreado de 16 lados.
El elemento más singular del interior es, sin duda, la galería de circunvalación de estrechas arquerías sobre fustes muy esbeltos que se abre en el muro oriental del transepto, también presente en monumentos lombardos coetáneos (San Miguel de Pavía y Santa María la Mayor de Bérgamo), y que se continúa al exterior, en la parte alta del ábside, en la galería de arcos de medio punto que voltean alternativamente sobre columnas y pilares.
Esta airosa logia colgada, por una parte aligera el rotundo volumen de la cabecera, por otra dinamiza y articula los muros creando un animado juego cromático de luces y sombras, de llenos y vanos que realzan la elegancia de las proporciones y el ornato del ábside.
Sustituye y actualiza, en suma, los típicos nichos alojados bajo arcuaciones ciegas difundidos por las cuadrillas de canteros lombardos en el siglo anterior. No obstante, la conjunción de la cabecera, tan exuberante, con el amplio transepto torreado recuerda asimismo, según Barral, a edificios próximos, como Cuixá y Ripoll.
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