La catedral de Tarragona constituye, junto con la de Lérida, uno de los testimonios más elocuentes de la transición de la arquitectura románica a la gótica, gracias a su perfecta simbiosis de tradición y vanguardia constructivas.
El resultado es, como señalara Barral, una singular síntesis entre la articulación espacial románica y unas soluciones en altura propias ya del lenguaje arquitectónico del nuevo estilo.
En definitiva, ambos monumentos actúan, en tiempos de la Cataluña Nueva, a manera de bisagra entre ambas corrientes, una que languidece y otra que irrumpe pujante en el panorama artístico peninsular.

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