Como símbolo de la ciudad, durante siglos la catedral presidió con el tañido de sus campanas la vida diaria de sus habitantes y fue escenario de grandes acontecimientos históricos.
Su fábrica, normalmente el monumento más importante de la urbe, a la que domina y corona, destaca sobre el humilde caserío que la circunda, un auténtico laberinto de callejuelas estrechas, tortuosas y sucias.
La catedral es, en definitiva, un templo urbano con capacidad suficiente para acoger a una buena parte de la población y, como tal, muy pronto se convierte en el centro de reunión de la comunidad en las principales festividades y ceremonias religiosas así como en las asambleas civiles.
También puede definirse como la iglesia episcopal de la diócesis o circunscripción eclesiástica bajo la tutela temporal y espiritual del obispo, considerado un sucesor de los apóstoles en comunión con el papa.
Desde su origen, se construye en el interior del recinto amurallado y se designa con la palabra ecclesia, reveladora de la realidad que encierra: una asamblea o congregación de creyentes reunidos en torno a su obispo. Durante la Alta Edad Media, este término se sustituye por el de cathedra, en alusión al símbolo primigenio del poder del prelado: el lugar que ocupa su asiento en el fondo del ábside, donde es posible la comunicación visual entre éste y la feligresía.
Desde los albores de la cristiandad, en el Bajo Imperio Romano, cada obispo tiene su sede en una ciudad. Tras la caída de Roma, la huida de los poderosos hacia sus posesiones rurales provocó que los prelados se convirtieran, con frecuencia, en la única autoridad urbana, circunstacia que desde luego supieron aprovechar en su favor.
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