La construcción de una catedral exigía de grandes personalidades capaces de concebir y emprender proyectos de tanta envergadura. Lejos de ser el resultado de un sentimiento espontáneo y popular, el templo episcopal es producto de una férrea planificación y de una financiación saneada que permite levantar, en un lapso de tiempo en ocasiones relativamente breve, edificios tan ambiciosos.
El monarca desempeña a veces un papel decisivo. Es el caso de Fernando II de León que, entre 1160-1162, otorga a Ciudad Rodrigo el rango de diócesis dependiente de Compostela, pese a la hostilidad, a veces armada, de Salamanca. Además, asigna una renta vitalicia anual de 100 maravedíes al maestro de obra, Benito Sánchez. Idéntico beneficio concederá al célebre maestro Mateo para que concluya la basílica del Apóstol.
Sin embargo, la decisión de levantar una catedral recae por lo común en el obispo. Las razones que éste aduce para ello son diversas: antigüedad del templo existente, estado ruinoso del mismo, falta de espacio para acoger a los fieles… A veces, tan sólo subyace el anhelo de competir o rivalizar con otras sedes episcopales, el mismo «deseo de emulación que llevó a cada comunidad cristiana a tener la suya [la iglesia] más suntuosa que la de las otras» que describiera el monje Raúl Glaber cuando, pasados los terrores del año 1000, un «blanco manto de iglesias» cubrió la cristiandad renacida «aunque la mayor parte no tuviera ninguna necesidad porque estaban muy bien construidas». Esta desaforada competencia en ocasiones lleva a extremos desmesurados y absurdos, pero también propiciará notables avances técnicos y artísticos.
El prelado debe velar ante todo por asegurarse las fuentes necesarias para financiar la empresa, no sólo en los momentos iniciales, sino durante todo el proceso constructivo que en principio se presume largo y costoso.
Para ello no puede disponer libremente de los recursos de la diócesis, pues en diversos concilios se había establecido que se destinasen, como máximo, la cuarta parte de las rentas episcopales o de las ofrendas de los fieles al mantenimiento y reparación de los edificios de culto. De ahí que, a menudo, lleguen a comprometer en el proyecto sus prebendas, e incluso su propio patrimonio.
A partir del siglo XIII, los canónigos tendrán un mayor protagonismo en las dilatadas obras catedralicias ante el continuo absentismo de numerosos obispos de sus sedes, entre otras razones.
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