De forma paralela al renacimiento urbano, se produce una renovación de las instituciones eclesiásticas, hasta entonces muy degradadas por la anarquía feudal que provocó la descomposición del imperio carolingio. En efecto, entre las consecuencias de las cruciales transformaciones acaecidas en Occidente a partir del siglo IX destaca, en el plano religioso, la profunda decadencia del orden sacerdotal a causa de un progresivo proceso de secularización que corre paralelo al ascenso del feudalismo.
El clero no brillaba ni por sus costumbres, del todo laicas, ni por su instrucción, insuficiente para el desempeño de su ministerio; por su parte, la mayoría de los obispos, de origen aristocrático y nombrados por razones ante todo políticas y económicas, llevaban una vida impropia de su dignidad episcopal, comportándose como grandes señores laicos, sin escrúpulos a la hora de dilapidar los patrimonios eclesiásticos. Un testimonio muy ilustrativo de esta situación son las vibrantes palabras de denuncia de Odón, segundo abad de Cluny (927-942):
Los ministros de la Iglesia se hartan de carne; están ebrios de orgullo, resecos de avaricia, debilitados por la voluptuosidad, atormentados por la maldad, abrasados de ira, divididos por la discordia, muertos de envidia y aplastados por la lujuria.
Tal decadencia también afectó, aunque en menor medida, a los monasterios, confiados en muchas ocasiones a abades laicos y pésimos administradores que no pudieron evitar la total relajación en la observancia de sus respectivas reglas. Sin embargo, a partir del año 1000 se extiende un vigoroso movimiento de reforma por Europa occidental, al que se sumarán numerosas congregaciones peninsulares con la restauración de los preceptos monásticos, la restitución del culto divino y la reconstrucción material de sus abadías.
Esta reforma religiosa pronto alcanzó a las altas instituciones eclesiásticas, iniciándose, a mediados del siglo XI y bajo la tutela del Papa, un proceso de depuración del episcopado que concluyó, en el primer cuarto de la siguiente centuria, con el restablecimiento de la jerarquía primitiva y el sometimiento de las comunidades monásticas a la autoridad del obispo de la diócesis.
Así, durante el siglo XI se multiplicaron los intentos para poner fin a la depravada situación del clero, llegándose incluso a suscitar una encendida polémica sobre la conveniencia de abolir el concubinato entre sus miembros.
El cambio definitivo, sin embargo, no se producirá hasta el pontificado de Gregorio VII (1073-1085). En ese momento, mediante sínodos y concilios se intentó la reforma profunda de las costumbres y acabar con los abusos, sobre todo la simonía o venta de beneficios eclesiásticos. También se destituyeron obispos corruptos y se impone a los canónigos el sometimiento a una regla religiosa, pues se piensa que la vida en común bajo la autoridad del prelado favorece la pobreza, la obediencia y la castidad. El Concilio de Coyanza (1055) así lo estableció en las sedes episcopales hispanas, aunque habrá que esperar al triunfo de la reforma gregoriana para que la observancia regular se imponga con carácter general.
Paralelamente se produce un cambio revolucionario en la mentalidad religiosa, afianzándose la idea de que el cristiano no puede delegar su salvación en las plegarias de los monjes, sino que debe alcanzarla él mismo adecuando sus obras a los preceptos evangélicos. Semejante planteamiento cuestiona de raíz la labor intercesora que se había atribuido tradicionalmente a los monasterios y exige educar a los fieles y concienciarles de su propia responsabilidad para conseguir la vida eterna. Esta tarea corresponde a los clérigos que, lejos de huir del mundo —como hacían los monjes—, se zambullen en él para ayudar a los feligreses a librarse de las garras del pecado. Es obligación de los obispos formar a los canónigos para que desarrollen una adecuada labor pastoral; con esa finalidad fomentarán la creación de escuelas contiguas a las catedrales donde se instruye, entre otras materias, en el arte de la predicación.
En 1090 el papa Urbano II reconoció oficialmente el carácter apostólico de la vida comunitaria de los clérigos, situándoles en el mismo nivel que a los monjes. A partir de esa fecha y después de muchos siglos, el sacerdocio se considera un estado de perfección y sus ministros se convierten, en consecuencia, en los legítimos sucesores de Cristo y de los Apóstoles en la tarea de difundir la doctrina y de administrar los sacramentos. Así se explica que en la decoración de las catedrales prolifere la representación del colegio apostólico.
A tenor de la evolución descrita en los párrafos precedentes, las abadías dejan de ser los principales focos intelectuales, en favor de las escuelas catedralicias, germen de las futuras universidades, que se afianzan como núcleo capital de una enseñanza y una cultura nuevas.
En suma, a partir del siglo XII la cultura urbana comienza a desplazar a la cultura monástica, sin llegar nunca a producirse una ruptura definitiva ni una oposición sistemática entre ambas.
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