Al exterior, el ábside se abre con tres grandes vanos de medio punto, cuyas finas arquivoltas (algunas abilletadas) voltean sobre esbeltas columnas con capiteles figurados. Esta relativa austeridad contrasta con la riqueza escultórica del interior del hemiciclo, aún poco conocida por las prolongadas obras de restauración de que ha sido objeto y por ser éste un espacio cerrado al público. M. Melero aprecia en reste singular conjunto evidentes similitudes formales e iconográficas con los relieves que decoran el claustro de la colegiata de Tudela; en cambio, M. Ruiz Maldonado encuentra concomitancias con los últimos talleres del claustro bajo de Silos y con la estética del maestro Mateo.
La cabecera, incluidos los trabajos ornamentales, podría datarse hacia 1184-1188, en virtud de las donaciones del prelado zaragozano Pedro Tarroja (1153-1184), confirmadas por el papa Clemente III en 1188.
Dos estilizadas columnas dividen el tambor absidial en tres paños articulados por arquerías ciegas, cuyas roscas, cuando voltean sobre capiteles, se cubren con finos relieves. La decoración se completa con dos frisos corridos, el superior a la altura de los capiteles y el inferior dispuesto a modo de peana de unos personajes con filacterias de considerable tamaño encastrados en los intercolumnios.
Pese a su evidente carácter fragmentario, los restos escultóricos del hemiciclo zaragozano cuentan de forma esquemática la historia de la humanidad, desde la Creación y el sacrificio del Mesías hasta el Juicio Final, cuando se instaura la eternidad, aludida mediante los ancianos del Apocalipsis, entronizados y coronados, que tañen sus instrumentos musicales para cantar las alabanzas del Todopoderoso.
El relato comienza en los relieves que corren paralelos a los capiteles del primer tramo del hemiciclo. En ellos diversas escenas con rótulos aclaratorios condensan los primeros pasajes del Génesis: la creación de Adán, Dios mostrándole el jardín del Edén y la creación de Eva a partir de una de sus costillas mientras yace en tierra. Después, la narración salta a los relieves del tercer tramo, donde Dios presenta a Eva ante Adán, se comete el Pecado Original y, por último, la expulsión del Paraíso, escena de la que sólo se conservan una pequeña cabeza y la figura de Adán, con el habitual ademán de cubrirse el sexo con una mano, mientras se lleva la otra a la garganta.
Tras la caída se hace indispensable la encarnación y muerte de Cristo en la cruz para abrir de nuevo las puertas del Paraíso, cerradas por el Pecado Original, y devolver la esperanza a la humanidad; es el mensaje que se representa en los capiteles. Del ciclo de la Infancia sólo subsiste la Presentación en el templo: José, en presencia de tres mujeres, entrega el Niño a Simeón, que le reconoce como el Hijo de Dios.
Su doloroso sacrificio se ilustra con las escenas del Prendimiento (con el Mesías recibiendo el beso traidor de Judas mientras Pedro corta la oreja de Maleo), Poncio Pilatos lavándose las manos, la Flagelación y Cristo con la cruz camino del Calvario. Finalmente, ya en el ciclo de la Glorificación, la aparición de Jesús a los peregrinos de Emaús (en su doble vertiente de viaje y cena) simboliza su resurrección y triunfo sobre la muerte, al tiempo que conmemora la institución eucarístíca, sacramento que permite participar al creyente en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Estas escenas, sin duda escasas y valiosas reliquias de un ciclo de la Pasión más extenso, ilustran el interés de los escultores por representar los aspectos más conmovedores del relato bíblico para estimular la piedad de los fieles. Tal empeño es un elocuente testimonio, por otra parte, de la evolución de la sensibilidad del período tardorrománico, ya muy cercana a la religiosidad emotiva y dramática del mundo gótico: el Dios implacable deja paso a la imagen del Salvador hecho hombre, que sufre y muere en la cruz para redimir a la humanidad.
Un tema hagiográfico completa este singular programa redentor: la lapidación de San Esteban. Desplomado en el suelo, el santo es apedreado con saña y crueldad por los judíos, mientras unos ángeles recogen su alma en un lienzo para llevarla al cielo. El martirio de Esteban debió tener especial resonancia en la canónica zaragozana, al ser uno de los primeros diáconos consagrado por los apóstoles, de quienes los clérigos se consideran sus legítimos herederos.
En un marco episcopal como éste, también cobra particular relevancia la exhortación a las virtudes de la caridad y la pobreza, muy importantes para la comunidad de canónigos, mediante la parábola del rico Epulón (ante la mesa repleta de viandas) y el pobre Lázaro (pidiendo limosna a la puerta de la opulenta mansión). Al fin y al cabo, el obispo asumió en la Edad Media el papel de protector de los indigentes y menesterosos de la ciudad, que recibían auxilio y cobijo en el hospital dependiente de la catedral, en cumplimiento de su compromiso de aliviar las necesidades de los más desvalidos.
Además, y de acuerdo con el ideal de la vida apostólica, con la implantación de la reforma gregoriana se impone a la comunidad episcopal una valoración mística de estas dos virtudes, estimulada por la convicción de que los pobres, imágenes del Cristo sufriente, participan en cierta medida de su misión salvífica. Aunque en el relieve zaragozano no se representa la muerte de ninguno de los dos protagonistas de la parábola evangélica, esta escena tiene implícito un contenido escatológico y sirve para evocar el final de los tiempos, cuando las acciones de los hombres serán juzgadas y merecerán su correspondiente premio o castigo.
Junto a esta iconografía religiosa, tampoco faltan los tradicionales motivos del bestiario (aves y sirenas sobre todo), las escenas cinegéticas y los temas juglarescos, como el de la bailarina con los brazos en jarras que, al compás de un arpista, arquea el cuerpo hasta arrastrar el largo cabello por el suelo.
El programa debía de concluir con una imagen del Pantocrátor flanqueado por el Tetramorfos, en el lienzo central del ábside (según Ruiz Maldonado), al que rodearían los apóstoles y profetas con filacterias de los intercolumnios y los ancianos apocalípticos de la línea de impostas.
En resumen, la decoración del ábside zaragozano, aunque se conserva de forma fragmentaria, además de ofrecer una completa síntesis de la historia de la humanidad, ilustra el importante papel de la Iglesia, cuyos canónigos se consideran legítimos sucesores y herederos de los apóstoles y profetas, ampliamente representados en el hemiciclo, en su misión de difundir la doctrina cristiana y el mensaje de la salvación, al tiempo que se muestran comprometidos en aliviar las miserias humanas.
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