
El conjunto consta de dos capiteles vegetales, tres historiados y otro de carácter decorativo que incluye figuras de hombres y animales aprisionados en una tupida maraña vegetal.
Sus artífices hacen gala en todos los relieves de una gran habilidad para organizar las escenas y los motivos sobre la superficie del capitel con unas arquitecturas que, lejos de crear efectos de perspectiva, sirven para enmarcar las escenas mediante una lacónica pero suficiente notación ambiental y un gusto por representar cada detalle de las indumentarias que podría calificarse de miniaturista. En los temas narrativos es donde esta libertad compositiva, pareja a la delicadeza de la talla y a la elegancia ornamental, alcanza sus máximas cotas de perfección. Su fuerza descriptiva y el vigor dramático de las escenas resultan insólitos en el panorama artístico de la época.
Nos encontramos ante un escultor iconográficamente próximo a los talleres languedocianos de la abadía de la Daurade, cuyas obras hoy se guardan en el Museo de los Agustinos de Toulouse, pero dependiente del Pórtico de Moissac en lo que se refiere al estilo, como proponen J. Yarza y M. Melero. En consecuencia, habría que situar la ejecución de estas piezas en el marco cronológico de 1130-1140.
En el capitel dedicado a Job, el artífice ensaya con éxito una iconografía apenas tratada en el románico español. Es un excelente testimonio, en opinión de E. Aragonés, de su originalidad y maestría al abordar un tema «nuevo», carente de modelos ya consagrados (tan sólo existe un ejemplo anterior); máxime cuando se propone ofrecer un compendio de la historia del patriarca en un solo capitel.
Cuenta el relato bíblico cómo Yahvé, para poner a prueba a Job, hombre rico pero temeroso de Dios, permite a Satán destruir sus bienes, su familia y su propia salud. El patriarca -soporta pacientemente todas las desgracias con la integridad del buen creyente y Yahvé, en recompensa, le devuelve con creces la salud, la felicidad doméstica y el patrimonio perdido. La narración se inicia en uno de los lados menores del capitel: en la parte alta, dentro de una aureola tachonada de estrellas, Dios Padre, identificado con el Hijo por la cruz que corona su diadema, dialoga con Satán, dispuesto fuera del halo luminoso (y por tanto del cielo) y caracterizado con los atributos propios de su naturaleza infernal: fisonomía monstruosa, alas que enfatizan su condición de ángel caído y cabello llameante.
Dios le muestra la felicidad de Job y su familia, que disfruta en esos momentos de un animado banquete (Job 1, 3-4). En la siguiente cara de la cesta, también dividida en dos pisos, asistimos a las desgracias del santo varón: en la escena superior Job ora ante un templete, quizá para purificar los pecados de sus hijos en la celebración de los ágapes (Job 1,5). Debajo recibe a los pastores que le relatan la destrucción de sus riquezas (Job 1,3). Ésta se materializa en la masacre de sus grandes rebaños, representados con enorme precisión (corderos, muías, bueyes y hasta un camello citado en el pasaje bíblico), a manos de crueles soldados provistos de cotas de malla. El patriarca expresa la aflicción que le provocan las malas nuevas mesándose los cabellos y rompiendo sus vestiduras con unas tijeras.
Las desgracias prosiguen: asistimos al hundimiento de la casa del primogénito a causa de los vientos del desierto, es decir, de los demonios, y a la muerte de todos sus hijos, que se precipitan al vacío (unos gesticulantes y otros yertos) por las ventanas. Un diablo agarra la singular mansión de arcos de medio punto por su cubierta cónica (que simula una tienda de campaña) y la zarandea con furia al mismo tiempo que sopla; otros demonios levantan la casa por uno de sus extremos o provocan el viento con fuelles. El escultor consigue crear un efecto de gran dramatismo y verosimilitud, en contraste con la siguiente escena, más serena. Ahora se ilustra la última tentación, cuando la lepra cubre al patriarca de pústulas «desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza» (Job 2,7) y, sentado en un muladar, conversa con su esposa y amigos sobre sus desgracias, en clara oposición a la primera escena del ciclo, donde le veíamos sano y feliz en compañía de su familia. Los amigos, que le reprochan su pasividad ante las desdichas, y su propia esposa le incitan a renegar de Dios (Job, 2,9). Finalmente cesan los infortunios: Dios emerge entre las nubes y anuncia a Job, aún llagado, el término de sus tribulaciones.
Los dos capiteles restantes desarrollan un ciclo pascual de pasión y muerte de Cristo a través de las escenas del Prendimiento y la Crucifixión, en el primero; y el Descendimiento, el Entierro y la Resurrección, en el segundo.
En el Prendimiento, el escultor ha sabido captar la inmediatez del momento de la felonía, cuando Cristo detiene su paso para volverse y recibir el beso de Judas quien, como emblema de avaricia (causa de la traición), lleva dos bolsas de monedas colgadas al cuello sobre su pecho. Junto a él, la turba de fariseos compone un abigarrado conjunto de personajes; entre ellos se distingue a Pedro cortando la oreja de Maleo. En los lados menores del capitel se muestra, en el primero, a Cristo expulsado de la casa de Anas o del Sanedrín. En el segundo, la Crucifixión con la cruz flanqueada por el buen y el mal ladrón (agredido por dos demonios, preludio de los terribles suplicios infernales que sufrirá por su falta de fe), Longinos (clavándole la lanza en el costado), Estefatón (ofreciendo la esponja empapada en vinagre) y, por último, la Virgen y San Juan, embargados por la aflicción. Mayor dinamismo cobra el Descendimiento del último capitel. Aquí, el cuerpo exangüe de Cristo cae pesadamente sobre José de Arimatea, mientras la Virgen, doblada de dolor y sostenida por San Juan, recoge el brazo recién desclavado de su Hijo. Incluso los ángeles que soportan el disco solar y el creciente lunar, símbolos de la naturaleza doliente por la muerte del Creador, abandonan su habitual pasividad para contemplar con interés la dramática escena.
El episodio de la Deposición, por su parte, ofrece al artífice la oportunidad de mostrar su virtuosismo en el tratamiento de los paños de la mortaja de Cristo. Muy expresiva resulta, asimismo, la Resurrección donde el ángel y una de las Marías levantan la tapa del sarcófago para comprobar que el Salvador ha resucitado. A sus pies, soldados, escudos y armamentos componen un amasijo informe. El capitel se completa con una escena inspirada en los dramas litúrgicos, aunque tiene su precedente textual en el Evangelio de San Juan (20, 1-2), como matiza E. Aragonés: la Magdalena, provista de un tarro de perfumes, anuncia la Resurrección de Cristo a Pedro, con sus habituales llaves y en compañía de dos discípulos.
El sentido de la elección de estos episodios bíblicos es claro: la vida de Job, plagada de tribulaciones y sufrimientos, prefigura el sacrificio redentor del Mesías en la cruz; ambos padecen sin culpa. Según la interpretación que Gregorio Magno ofrece en su célebre Moialia injob, obra que figuraba en la biblioteca del prelado Pedro de Roda, el patriarca y sus hijos anuncian a Cristo y a los apóstoles, mientras que los amigos que le incitan a dudar de Dios simbolizan a los herejes. La Deposición en el sepulcro y la Resurrección proclaman el triunfo del Salvador sobre el pecado y la muerte, a la par que justifican la victoria de Job sobre la adversidad.
A juicio de M. Jover y E. Aragonés, el obispo Pedro de Roda (1084-1115), firme partidario del cambio de rito y de la implantación de la reforma gregoriana, debió ser el mentor de este ciclo pascual, realizado tras su muerte. Él fue quien impuso a los canónigos la observancia de la Regla de San Agustín, que establece un modelo de vida en común para todo el cabildo y la abolición de la propiedad individual, principios acordes con la forma de vida apostólica.
El capitel de Job recalca precisamente la vanalidad de las riquezas terrenales y propone al santo varón como prototipo de resignación cristiana. La presencia de los apóstoles ha de entenderse en directa relación con el ideal monástico y clerical de la vida en comunidad, ejemplificada en los discípulos de Cristo antes de su diáspora. Además, el programa escultórico incorporaría, con toda probabilidad, un capitel más con las escenas de , la Ultima Cena y el Lavatorio, parangón ideal del espíritu armonioso que ha de presidir la vida comunitaria según el ejemplo apostólico. Todo ello supone, en definitiva, una evocación de la pureza de la Iglesia primitiva, auténtico modelo de la reforma eclesiástica.
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