Las tumbas del Valle de los Reyes, la necrópolis real de Tebas, demuestran el mismo empeño que ya hemos visto en las pirámides, esto es: preservar a toda costa el cadáver que reclama el rito de Osiris. En el seno de la montaña se suceden las galerías y las salas que debe habitar el doble, o fantasma del difunto, con las paredes decoradas de pinturas que reproducen asuntos determinados, como escenas de la vida terrestre, viaje del alma a los infiernos, juicio de la misma, etc.
Los pasillos, tanto más largos y profundos cuanto más importante era la tumba, están algunas veces interrumpidos por pozos, donde se ha disimulado la abertura que debe conducir a la cámara funeraria. Antes de llegar a ella, una falsa tumba, que guarda un sarcófago monumental abierto, puede hacer creer que la momia ha sido levantada y que la sepultura está vacía…
Hay que golpear en las paredes hasta percibir el sonido hueco que delata la prolongación de los pasillos; hay que atravesar una nueva serie de cámaras y vencer no pocas dificultades para llegar a la verdadera tumba, con un segundo sarcófago, generalmente de madera, que contiene la momia real.
Vemos, pues, que los corredores están aquí dispuestos en el seno de la montaña con el mismo método e igual previsión que en el macizo de las pirámides. El concepto del ritual mortuorio es el mismo; lo único que ha variado es el tipo arquitectónico del monumento. Todas estas sepulturas excavadas en el acantilado de Tebas no forman más que el primer elemento de la sepultura faraónica.
En el llano, cerca del río, como ya hemos dicho, es donde se encuentran los templos del faraón divinizado, lugares más accesibles donde se celebraban las brillantes ceremonias funerarias y que corresponden a los templos del pie de las pirámides. La desierta llanura que se extiende desde la falda de la montaña hasta el río está sembrada por todas partes de las descomunales ruinas de estos panteones reales.
A veces sólo quedan en pie un pilón, o las columnas de la sala hipóstila, o las figuras sentadas del faraón, como las estatuas de Amenofis III, llamadas por los antiguos viajeros griegos Colosos de Memnón, que estaban ya solitarias en la antigüedad clásica, habiendo desaparecido por completo todo rastro del templo que se extendía a su alrededor.
Son dos enormes estatuas de unos veinte metros de altura, labradas cada una en un solo bloque de granito, traídos desde unas canteras situadas en el Bajo Egipto, a 600 kilómetros de distancia, cerca de El Cairo. El intendente de Amenofis III, Amenhotep hijo de Hapi, los menciona en una inscripción de su tumba: «Mi señor me hizo jefe de todos sus trabajos. Yo no edifiqué obras sin grandeza como tantos otros antes de mi. Hice tallar para él montañas de granito, porque es el heredero de Ra. Reproduje su parecido en estas estatuas, con piedras que durarán como los cielos. Nadie ha hecho obras parecidas desde el tiempo de la fundación de las Dos Tierras».
