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Historia del Arte

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El ocaso del arte egipcio (2)

El período saítico o saita se ha considerado siempre como el momento en que se inicia la influencia griega en Egipto, que se hace sentir en las características de la escultura saítica: una ordenación más libre en la distribución de espacios y una corporeidad plástica de las figuras humanas que da vida a la imagen. La iluminación rasante descubre maravillas de refinamiento en el modelado de los «relieves rehundidos» que figuran en el interior de muchos sarcófagos de este período.

En los museos se guardan gran cantidad de imágenes de bronce de seres reales, dioses y animales sagrados. Muchas de ellas debieron ser ofrecidas a los templos como exvotos.

El Horus con cabeza de halcón, que avanza con los brazos extendidos hacia delante y las palmas de las manos vueltas hacia arriba, sorprende todavía hoya los visitantes del Museo del Louvre como una aparición cargada de un extraño misterio sagrado o demoníaco.

Todo el refinamiento y el sensualismo del final de una cultura vibran en la gracia entre ingenua y perversa de la estatua de bronce de la dama Takusit, que conserva el Museo de Atenas.

Finalmente, están las numerosas estatuillas de gatos, halcones, monos cinocéfalos, ibis y perros que revelan un magnífico poder de captación de lo esencial de esos animales. La expresión entre orgullosa y sarcástica de los monos cinocéfalos, la dignidad real del halcón y la delicadeza insinuante de los gatos forman un alucinante parque zoológico. Herodoto dedica largos párrafos a los gatos egipcios, hace hincapié en sus vicios y virtudes, y cuenta incluso que tenían una manera peculiar de hacer el amor.

Esos inquietantes felinos, exquisitos y aristocráticos, que se presentan frecuentemente enjoyados con collares y pendientes de oro, llamaron también la atención de Diodoro de Sicilia que, en el siglo I a.C, escribió estas palabras: «A muchos les parece, con razón, muy extraño y curioso lo que es uso y costumbre en Egipto con los animales sagrados».

Ese refinamiento y sensualismo van acompañados de un gusto por el arte erudito, por las formas más arcaicas del arte egipcio antiguo. Tal fenómeno es característico del final de todas las culturas.

La tendencia arcaizante es tal, que un observador superficial podría creerse ante obras escultóricas del Antiguo Imperio, entonces ya envejecidas por dos mil años; pero, fijándose en los detalles, aparece la delicadeza sensual, típica de esta baja época. Así sucede con las estatuas arrodilladas de Nekt-Heru-Hebt, en el Louvre, o de Va-Ai-Ra, en el Museo Británico.

Los rostros tersos, de sonrisa helada y frente alta, del príncipe y de la sacerdotisa aparecen animados por el pulimentado suavísimo, característico de esta época tardía. La estela del Louvre que representa una serie de muchachas cortando lirios y prensándolos para obtener la esencia para el perfume que tanto apreciaban los egipcios, es otra prueba sorprendente de arcaísmo. Si se compara esta obra con los relieves de las mastabas de Saqqarah, se creería que se está ante ante un relieve auténtico del Antiguo Imperio.

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