Para dar una idea del singular naturalismo de estas estatuas, acostumbra a citarse la talla de madera del Museo de El Cairo, llamada Cheik-el-Beled porque los obreros árabes que la encontraron en las excavaciones la juzgaron muy parecida a su propio Cheik-el-Beled, o sea al que era entonces jaique o alcalde de su pueblo.
Y, no obstante, tal figura es la de un egipcio de cinco mil años atrás, la efigie de uno de los que dirigía las brigadas de esclavos que trabajaban en la construcción de las pirámides.
Su nombre real era Kaaper y se trataba de un gran ritualista, jefe de los lectores del rey y gobernador de una provincia durante la IV Dinastía.
Kaaper lleva la cabeza afeitada y ahora se sabe que la simplicidad de su vestido era un honor, no prueba de humildad. Se conservan retratos de sacerdotes y funcionarios de pie, como en el consejo real, y de escribanos tomando notas meticulosamente, sentados o en cuclillas, con su tableta de cera y el estilete que les sirve para escribir.
Muchas estatuas retrato de la IV Dinastía tienen los ojos postizos, de caliza blanca, con pupilas de cristal de roca y pestañas de cobre. Se comprende que así se trataba de dar más animación a la efigie del difunto. Esto sucede con el famoso Escriba sentado del Museo del Louvre.
Es también un alto funcionario, cierto Kai, hijo de Hamset. Desde que se descubrió el siglo pasado, las gentes no han dejado de asombrarse de su formidable personalidad: es perspicaz y desconfiado y a través del rictus de sus labios se transparenta una aguda malicia.
En los retratos funerarios de la IV Dinastía no se ha tratado de mejorar ni embellecer a los representados. Se ha procurado que fueran ellos mismos en forma de eternidad, esto es, sin nada temporal o actual. Un ejemplo extraordinario de ello es la famosa cabeza Salt, llamada la Cabeza Roja, del Louvre.
Tiene un gesto casi imperceptible de mueca que debía ser habitual en el personaje retratado. Un ojo es más pequeño que el otro y la boca y nariz se inclinan en armonía con el guiño sutil, que es lo que comunica tanta personalidad a aquella cara.
La mayoría de las estatuas de Egipto primitivo son de materiales menos duros que los que se usaron más tarde, madera o piedra caliza, y están pintadas o policromadas. Se ve un pueblo casi desnudo, favorecido por el clima y la naturaleza del valle del Nilo.
Los faraones, aunque en la Historia y especialmente en la Biblia aparecen también como despóticos y absolutos, tienen, sin embargo, un alma más humana que sus eternos enemigos de Nínive y Babilonia. Osiris no era sanguinario como Baal, que sólo se satisfacía con las hecatombes de enemigos y aun requería el sacrificio del hijo primogénito de sus propios adoradores.
Y Ra, cuya ideología se contaminó a Pitágoras y Platón, explica la fortuna de Egipto y por qué fue tan sinceramente admirado por los antiguos griegos.
La misma ciencia debió de tener otro carácter en los grandes templos del valle del Nilo que en los centros de cultura mesopotámica. Es difícil todavía hoy comprender esta civilización egipcia, pero no se debe olvidar que cuando se construían las pirámides, ningún país de Europa se había organizado aún en sociedad civil.

Es un ejemplo típico de retrato funerario de la IV Dinastía por su carácter personal e íntimo que tiende más a conservar para la vida eterna los particularismos de un individuo, que no a idealizarlo conforme a un ideal estético.
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