Durante casi toda la civilización egipcia faraónica queda demostrado que el arte de la pintura está, por encima de todo, al servicio del colorido ritual, impuesto por una religión que regula la vida de los hombres y que tiene, como fin, ponerlos en relación con el cosmos, al cual quedarán integrados, después de su paso por la tierra, si han sabido mantenerse en armonía con la Ley. En caso contrario, estaban condenados a la más completa aniquilación.
Por consiguiente, aquel colorido debe ser lo más exacto posible y reconstituir el elemento necesario. De la misma manera, el material empleado por el arquitecto está en función de la significación y del papel que juega cada parte del edificio.
El umbral de basalto es el humus del que brota lo que una tierra, rica en sustancias divinas, proporcionará al hombre para su existencia material. En consecuencia, las columnas que todavía parecen brotar del suelo debían evocar las plantas.
En el Antiguo Imperio, magníficos fustes de granito rosa simulaban troncos de palmera. El capitel llevaba unas marcas de colores que permitían distinguir las hojas y las flores. El techo, lo que los occidentales denominan la bóveda celeste, para el egipcio casi siempre es el firmamento plano, tal como él imaginaba el cielo, si bien es un cielo que, en la penumbra de la sala hipóstila, permitirá adivinar unas estrellas con cinco puntas rojas, amarillas o negras, conforme deban aparecer en una determinada sala del templo o en una estancia del hipogeo.

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