En el umbral de la historia de Egipto, la pincelada del artista fue capaz de representar, dentro de perfiles de una precisión tan audaz como ingenua, todo el conjunto de seres humanos, animales y elementos inanimados, mediante una técnica que recuerda mucho la que, más tarde, los especialistas utilizarán para las sombras chinescas.
Los volúmenes se adivinan gracias a la redondez de determinadas formas, y la perspectiva se intuye de modo semejante a como se emplea en la actualidad para dar la sensación de lejanía. Sin embargo, a pesar de que la aparición del dibujo es anterior al III milenio a.C., habrá que esperar hasta el período de la revolución cultural y religiosa amarniense, de Tell el Amarna (hacia 1380 a.C.), para que los artesanos tengan derecho a transgredir e incluso infringir determinadas leyes religiosas que regían en toda figuración.
Esta rigidez legal apunta a que el dibujo y la pintura egipcios, de este período faraónico, no parece que llegaran a estar nunca al servicio de una expresión artística, que tradujera únicamente la emoción que un egipcio podía experimentar ante una línea armoniosa o en presencia de determinado fenómeno que impresionara sus sentidos. Tampoco el hombre del Nilo – entre el delta y la segunda catarata del río – se ha servido de formas ni de colores para describir un sentimiento personal, una impresión, siquiera confusa, o sus aspiraciones íntimas.
La pintura y el dibujo son primordialmente una escritura, aunque una escritura ornamental que no sirve para expresar una confidencia, ni para transmitir, mediante su lenguaje, un mensaje estético; es un medio, un auténtico instrumento para crear, de acuerdo con los preceptos religiosos, un” ambiente”, un mundo que hay que presentar distinto de como aparece; las alusiones pintadas le permiten existir en un plano diferente a la disposición del muerto. En diversas ocasiones se ha dicho que el egipcio, en general, jamás produjo arte por el arte: la pintura no es una excepción a esta regla.
